Cuando el periodismo hace daño

Sobre desinformación e incentivos perversos

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1- Los peligros de la empatía

Vaya por delante que a mí me gustan las personas empáticas, capaces de sentir ternura o compasión. Pero eso no quita que me dé cuenta de que la empatía tiene sus riesgos. Un ejemplo:

Ahora es mucho más raro ver a niños mendigando en España, pero para eso hubo que tomar medidas. Un niño pidiendo despierta con mucha más facilidad nuestra empatía que un adulto y, por eso, llevarse a los menores a pedir en vez de mandarlos a la escuela era rentable. Tanto es así que llegó a haber padres que alquilaban a sus hijos por horas. Un buen negocio para todos menos para los niños.

Luego, cuando se endurecieron las normas para evitarlo, hubo quienes descubrieron que también era rentable pedir acompañado de un cachorrito y, en consecuencia, hubo algún mendigo que cambiaba continuamente de perro, porque le importaba mucho más el dinero que el animal.

Ese es un aspecto peligroso de nuestra empatía. Si no la vigilamos, puede introducir incentivos perversos.

2 – El periodismo

No sé hasta qué punto el periodismo actual es mejor o peor que el de otras épocas, pero lo que sí sé es que buena parte de él es muy malo.

Hay varios motivos para ello. Y uno es que hay un buen número de periodistas que han decidido que la materia prima de su trabajo no es la información sino «el bien». En definitiva, parecen creer que a lo que tienen que dedicarse es, en primer lugar, a demostrar lo idealistas que son y lo indignados que viven, y, en segundo lugar, a conducirnos a los demás por el buen camino. En consecuencia, pasan más tiempo reeducando que informando.

Esa actitud de inflamación moral los convierte en correas de transmisión de la manipulación. Por un lado, ellos mismos se dedican a manipular, aunque sea bienintencionadamente. Y, por otra, sus sesgos los vuelven manipulables; mucho más que aquellos profesionales que se aferran al rigor.

3 – La guerra

La guerra es despiadada. Baste con recordar que es una situación en la que se considera que un lanzallamas es una herramienta aceptable. Y es despiadada a todos los niveles, incluyendo el de la propaganda. Por eso, es tanto más exigible que los periodistas que informan sobre ella se esfuercen en ser rigurosos.

Hay dos motivos principales para ello:

El primero es que, si no son especialmente cuidadosos en un ambiente en el que hay tanto interés en manipular, es fácil que se conviertan en canales de desinformación y no de información.

Pero el segundo es que, al igual que pasaba con los niños y la mendicidad, los sesgos y buenas intenciones pueden acabar introduciendo incentivos muy perversos.

Lo voy a ilustrar refiriéndome al caso de algunos periodistas de tendencia pro palestina que informan sobre los bombardeos. Y no porque pretenda que no hay otros ejemplos igual de peligrosos en sentido contrario, sino simplemente porque este me parece un caso particularmente fácil de explicar.

Ahora mismo, en Oriente Próximo están volando bombas en varias direcciones. Sin embargo, hay periodistas que, movidos por sus simpatías por el pueblo palestino, solo hablan de los «bombardeos indiscriminados» sobre Gaza, como si desde allí y otros puntos no saliesen cohetes y misiles en dirección a Israel. Eso convierte los bombardeos en una victoria propagandística para Hamás y, en consecuencia, introduce un incentivo para que a esa organización le interese que el intercambio de bombas continúe.

Obviamente, sería absurdo atribuirle automáticamente a ese incentivo toda la responsabilidad de que no cesen los bombardeos. Habrá otros incentivos que actúen en el mismo sentido o el contrario y que puedan pesar mucho más. Pero sería igual de absurdo negar que introducir ese tipo de incentivos no es buena idea. Si hay bombardeos en distintas direcciones, hay que informar de todos y hacer que todos tengan un coste reputacional; no seleccionar en base a afinidades.

Y luego está la cuestión de los escudos humanos. De nuevo, creo que la actitud responsable es contarlo todo. Por supuesto que hay que informar de que las bombas israelíes están causando numerosas víctimas inocentes, pero también hay que informar del hecho de que Hamás parece considerar a los civiles una capa legítima de protección. Y mientras hay periodistas que sí abordan el tema, para otros es una cuestión que parece no existir en absoluto.

Es otro silencio peligroso. Si rehúsas mencionar siquiera la posibilidad de que Hamás esté utilizado a los civiles como escudos, estás incentivando que lo hagan. La ecuación vuelve a ser la misma: al descargar toda la responsabilidad sobre un único lado, aumentas el valor propagandístico de las posibles víctimas y disminuyes el valor de sus vidas.

Habrá quienes piensen que esa es una visión muy cínica y que los dirigentes de Hamás no iban a causar deliberadamente la muerte de civiles palestinos. Pero a los que crean eso les responderé que poco han leído sobre guerras y sobre los extremos a los que pueden llegar quienes están al mando. Abundan los ejemplos, pero bastará aquí con recordar uno: el uso que se ha hecho de niños en atentados suicidas.

Por eso, dejadme aquí que insista en lo que ya he dicho otras veces: el mejor activismo que puede practicar un periodista es el rigor profesional. En cuanto se desliza fuera de él, aunque sea movido por consideraciones morales, es muy posible que acabe haciendo más mal que bien.

Y si realmente queremos proteger a los niños, a todos los niños, sean del lado que sean, una de las primeras barreras defensivas que hay que mantener siempre en pie es la verdad.

Civilizados, pero no mucho

Sobre derechos y tribus

«Peace», Westonmr, Public domain, via Wikimedia Com

Los humanos somos seres tribales. Dadnos algo en torno a lo que agruparnos —un equipo de fútbol, un partido político, una bandera— y lo haremos. Y no necesitamos siquiera algo con mucha entidad: un experimento demostró que bastaba con hacerle creer a un grupo de adolescentes que unos mostraban más afinidad con Paul Klee y otros con Wassily Kandinsky para que empezaran a mostrar sesgos de grupo y a favorecer a «los suyos».

Pero, afortunadamente, los humanos tenemos otra característica: somos capaces de desarrollar civilizaciones. Y hay dos ideas de nuestra civilización actual que me gustaría mencionar aquí:

La primera es la de que hay una serie de derechos que lo son del individuo en tanto tal y no en función de su pertenencia a un grupo, ya sea este una casta, un estamento, una raza, un género, una confesión religiosa o cualquier otro. Es cierto que no es una idea que hayamos conseguido nunca implementar de forma perfecta, pero no por eso deja de ser una gran idea.

La segunda es la de que hay un núcleo básico de derechos del que no debemos privar a nadie nunca, por muy mal que se haya comportado el grupo en el que lo encuadramos, o incluso por muy mala persona que haya demostrado ser él mismo. Otra gran idea.

Sin embargo, la civilización no es sino una fina capa de barniz sobre una vieja especie. Cuando le damos un golpe, a menudo salta con facilidad, y, en el caso de algunos, parece no haber penetrado ni tan siquiera un milímetro.

Un ejemplo de esto nos lo ofrecen las dificultades que mucha gente (incluyendo a cargos políticos1) tiene para aceptar todas las implicaciones del derecho de defensa. Sí, vale; están dispuestos a aceptarlo como una bonita teoría, pero, en cuanto se trata de lidiar con el sucio caso concreto, prefieren la versión descafeinada. Así, les parece sospechoso o incluso inmoral que alguien pueda asumir voluntariamente la defensa de un criminal repugnante y, en cualquier caso, consideran que lo apropiado sería que quien finalmente la asuma lo haga con un cierto desapego: nada de pelear las pelotas sobre la línea; nada de poner en peligro la condena. Si el criminal es realmente perverso, a lo único que tiene derecho es a una defensa amansada. Al fin y al cabo, la verdadera función del juzgado no es otra que la de ratificar la condena ya socialmente impuesta, y quien actúe en contra de eso se está poniendo del lado del mal.

Y otro ejemplo de lo superficial de nuestro proceso civilizatorio nos lo han ofrecido estos días algunas reacciones a las atrocidades cometidas por Hamás. Cuando ya se sabía que muchos civiles, incluyendo niños, habían sido asesinados o tomados como rehenes, cuando ya se habían visto las imágenes de los atacantes exhibiendo cuerpos, pateándolos o escupiendo sobre ellos, ha habido partidos y dirigentes políticos que han considerado que lo oportuno era salir a dejar claro que ellos iban con los palestinos2. Ojo, no con los derechos humanos, no con todas las víctimas, sino específicamente con los palestinos y sus derechos, como quien dice que va con el Barcelona o el Real Madrid en un torneo. Y frente a ellos (aunque en ese caso yo al menos no he visto tanto a cargos representativos como a ciudadanos de a pie), quienes animaban a Israel a asolar Gaza, porque querían la victoria total para el otro equipo.

Y sí, es cierto: yo también creo que hay situaciones en las que hay que tomar partido, pero lo que no creo es que eso signifique que haya que elegir bando. Porque, si queremos ser civilizados, por lo que hay que tomar partido siempre es por los derechos. Y, si lo hacemos así, la mayor parte de las veces nos encontraremos automáticamente del lado del más civilizado de los bandos. Además, tiraremos de él hacia arriba, aunque solo sea un milímetro. Pero, si en vez de posicionarnos a favor de los derechos, nuestra prioridad es elegir bando, grupo, tribu, es fácil que acabemos justificando lo injustificable o, al menos, cerrando los ojos y fingiendo no oír esa parte de dolor que nos incomoda porque no encaja en nuestra división maniquea del mundo.

Por eso, dejadme que insista en lo que ya indiqué en otro artículo: yo no soy equidistante. Entre civilización y barbarie, por supuesto que tomo partido. Otra cosa es que a menudo me pueda equivocar, pero mi apuesta es por la civilización, por los derechos frente a las tribus.

Y para mí civilización es que, en un proceso penal, todas las partes —fiscales, jueces, abogados— intenten hacer un trabajo lo más profesional posible, para así tener un juicio con todas las garantías.

Para mí civilización es que un criminal pueda ser condenado; pero también que ese mismo criminal pueda denunciar al Estado si este viola en algún momento sus derechos.

Para mí civilización es criticar que Israel haya practicado la tortura de forma sistemática, criticar su política de asentamientos ilegales o que sus represalias sean a menudo brutales e indiscriminadas.

Pero para mí civilización también era este siete de octubre solidarizarse con las personas ejecutadas a sangre fría por Hamás, con los secuestrados y con sus familias. Y no salir justo en ese momento a dejar claro que tus colores eran los del otro equipo, del equipo cuyas banderas estaban luciendo orgullosos los verdugos.

De verdad que me gustaría que muchos de nuestros políticos demostrasen que están comprometidos antes con los derechos que con los bandos. Pero va a ser que no; ni tan siquiera cuando lo que vemos exhibir impúdicamente, como si fueran trofeos, son cadáveres de gente inocente. En definitiva, cuando lo que estamos viendo en directo es la barbarie.

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1 Enlazo aquí un par de ejemplos de declaraciones desafortunadas que muestran lo poco que entienden o quieren entender el derecho de defensa algunos de nuestros políticos: unas de la secretaria de Estado Ángela Rodríguez y otras del exsenador Ramón Espinar.

2 Un tuit que tuvo particular repercusión fue este de la diputada Tesh Sidi, de Sumar, en el que el mismo día 7 de octubre afirmaba «Hoy y siempre con palestina», pero estuvo lejos de ser el único en ese sentido. Sobran ejemplos, como este o este.

¿Qué es un «preso político»?

A propósito de Oskar Matute y Nelson Mandela

Midjourney AI, prompted by Netha Hussain, CC0, via Wikimedia Commons

Hace unos días causaron bastante revuelo unas declaraciones de Oskar Matute en las que, a propósito de la definición de «preso político», citaba el ejemplo de Nelson Mandela, recordando que este había sido condenado como dirigente de Umkhonto we Sizwe, el brazo armado del Congreso Nacional Africano, lo que no impedía que mucha gente considerase a Mandela un preso político (19:40).

Esas declaraciones me hicieron recordar un curso que seguí a través de la plataforma Coursera hace unos años: Moral Foundations of Politics, impartido por el profesor Ian Shapiro (curso que recomiendo mucho) y cuya última lección estaba dedicada a analizar las ventajas de la democracia.

Algunas de las cosas que comentaba el profesor Shapiro eran la importancia del papel de la oposición en un Estado democrático y la necesidad de que hubiera vías legales para poder ejercerla. Y el ejemplo que citaba al respecto era, precisamente, el de Nelson Mandela, porque una de las cosas que Mandela alegó ante los tribunales que lo juzgaron fue que las autoridades de su país habían dejado a la gran mayoría de la población sin medios pacíficos para oponerse a las decisiones de la minoría blanca:

«el tribunal debe tener en cuenta la cuestión de la responsabilidad, si soy yo quien es responsable o si, de hecho, una buena parte de la responsabilidad no recae sobre los hombros del Gobierno que promulgó esa ley, sabiendo que mi pueblo, que constituye la mayoría de la población de este país, se oponía a esa ley, y sabiendo, además, que toda forma legal de mostrar esa oposición les había sido cerrada por la legislación previa y por la acción administrativa gubernamental».

(Primera declaración de Mandela ante el tribunal, 1962).

Dentro de un momento volveremos a Nelson Mandela y las particularidades de su caso, pero antes permitidme que lo encuadre en un marco más general.

¿Qué es un preso político?

No existe una definición unánimemente aceptada de lo que es un preso político. Así pues, lo que voy a exponer aquí es mi opinión.

Creo que hay que distinguir tres tipos de casos:

El primero es el de aquellas personas que, sin haber cometido delito alguno, acaban encarceladas simplemente por su ideología. Los golpes de Estado, con sus oleadas de arrestos, suelen ofrecer numerosos ejemplos.

Pienso que cualquier persona con un mínimo sentido de la justicia consideraría que esos detenidos son, sin duda, presos políticos.

En segundo lugar están aquellas personas que viven bajo un régimen que no ofrece vías legales para la oposición y que, por tanto, deciden salirse de la legalidad para ejercerla.

Para mí, en algunos casos, como por ejemplo el de las mujeres iraníes que son detenidas por llevar el pelo suelto, esas personas siguen mereciendo la consideración de presos políticos por mucho que se hayan salido de la ley. Al fin y al cabo, no hay ningún tipo de proporcionalidad entre la racionalidad de la norma, lo pacífico de la infracción y la brutalidad de la reacción de las autoridades.

Sin embargo, la cosa se vuelve más gris cuando quienes protestan recurren ellos mismos al empleo de la fuerza. ¿Puede una persona que ha hecho uso de la violencia ser considerada un preso político?

Aquí es cuando creo oportuno volver al caso de Mandela, porque es interesante examinar algunas de las razones por las que se podría argumentar que él sí lo fue. Veámoslas:

-El régimen al que se enfrentó le negaba a la mayoría de los habitantes del país los derechos políticos más elementales.

-El Congreso Nacional Africano había pasado décadas recurriendo a vías pacíficas para intentar conseguir que sus demandas fueran atendidas, sin obtener más respuesta que un endurecimiento de la represión.

-Cuando se fundó Umkhonto we Sizwe, sus dirigentes decidieron que esta organización solo llevaría a cabo actos de sabotaje contra instalaciones, evitando derramamientos de sangre. Se trataba, pues, de un uso de la violencia muy limitado.

-Las penas a las que fueron condenados Mandela y sus compañeros no solo fueron durísimas, sino que buena parte de las mismas se cumplieron en condiciones inhumanas.

Teniendo en cuenta todo esto, se puede argüir que, de nuevo, hay tal falta de proporcionalidad como para considerar que, al menos a partir de determinado momento, Mandela ya no estaba tanto en la cárcel por la gravedad real de sus actos como por lo que defendía y representaba, y que, al menos en ese sentido, sí que era un preso político. Pero, por otra parte, también habría argumentos para defender lo contrario, como el hecho de que Umkhonto we Sizwe, aunque de momento se hubiese limitado a acciones no cruentas, había empezado a preparar a sus militantes para una posible guerra de guerrillas si el enfrentamiento derivaba hacia ella.

Como digo, nos movemos en una zona más gris y debatible, cuyo núcleo fundamental es hasta qué punto la falta de alternativas convierte en legítimo el uso de la fuerza.

Sin embargo, mucho más claros me parecen, de nuevo, el tercer tipo de casos: el de aquellas personas que, viviendo en un régimen que ofrece vías razonables para ejercer la oposición de forma pacífica, optan por el recurso a la violencia. Un ejemplo extremo nos lo ofrece el caso de Anders Behring Breivik, el terrorista de extrema derecha que mató a 77 personas en uno de los países más democráticos del mundo, Noruega. Por mucho que cometiera sus delitos por motivaciones políticas, para mí sería absurdo considerarlo un preso político.

¿Y qué pasa con España?

España es una democracia. No es, desde luego, una democracia perfecta y hay casos en los que el Estado se ha extralimitado. Se han cometido abusos en el trato de algunos detenidos y tampoco el respeto a la libertad de expresión es siempre todo lo ejemplar que debería ser.

Ahora bien, dicho esto, me parece innegable que en nuestro país hace muchos años que es perfectamente posible ejercer la oposición por vías pacíficas. Así pues, quienes han recurrido a la violencia no lo han hecho porque no tuviesen alternativa, sino porque han visto en el uso de la fuerza un atajo para conseguir sus objetivos de forma más directa que por las vías democráticas. Por tanto, no estaban luchando contra la opresión, sino ejerciéndola.

Y por eso, para mí, quienes utilizan la expresión «presos políticos» para referirse a los terroristas que cumplen condena en nuestras cárceles hacen un mal uso de dicha etiqueta y faltan al respeto a todas aquellas personas a las que sí que es realmente apropiado aplicársela.

Es justo señalar, sin embargo, que, a pesar de traer a colación a Mandela, Oskar Matute no llegó tan lejos en esa entrevista como para decidirse a calificar a los presos de ETA como presos políticos y dejó claro, además, que no pretendía afirmar que estuviesen en la cárcel de forma injusta.

Quien sí que los había calificado así unas semanas antes fue el coordinador general de su formación, Arnaldo Otegui, y fue precisamente al ser preguntado por ello cuando Matute inició su incómoda excursión por aguas pantanosas.

¿El fin justifica los medios?

Sobre los peligros de las pendientes resbaladizas

Imagen de kirahoffmann, (cortesía de pixabay.com, vía snappygoat.com)

Mi respuesta a la pregunta que titula este artículo no es sencilla.

Por una parte, creo que hay situaciones muy concretas en las que sí, en las que el fin justifica los medios. De hecho, estoy convencido de que todos tiramos alguna vez por ese atajo, saltando alguna que otra valla.

Pero, por otra, también creo que es peligroso justificar a la ligera ese tipo de desvíos.

Un ejemplo que creo que ilustra bien a qué me refiero son las amputaciones. Es evidente que hay casos en los que una amputación está justificada. Pero también considero igual de indiscutible lo peligroso que sería dejarse ir pendiente abajo desde los casos verdaderamente excepcionales a los que no lo son. Por ese camino, todos mutilados.

Y, exactamente lo mismo que pasa con las amputaciones, creo que pasa con la democracia: hay que ser extremadamente cuidadosos en no deslizarse por ese tobogán.

¿Por qué? Pues porque la democracia no es un sistema cuya finalidad sea la de asegurar que ganan «los buenos» a cualquier precio, sino que es un sistema diseñado para que grupos distintos, todos los cuales se consideran a sí mismos «los buenos», puedan gestionar sus diferencias de forma civilizada. En definitiva, la democracia no nos tiene que proteger tanto de «los malos» como de los enfrentamientos a pedradas. Y, por eso, no es que los medios —las reglas, las instituciones y los procedimientos— sean importantes en democracia; es que constituyen su esencia. Por lo tanto, relativizar su importancia es como relativizar la importancia de las velas en un velero.

Así pues, mi actitud tiende a ser escéptica e incluso hostil hacia quienes, al tiempo que se definen como demócratas, adoptan un discurso tremendista como paso previo a justificar lo excepcional a conveniencia. Son quienes, por ejemplo, invocan el nombre de Rosa Parks como un conjuro que permite saltarse cualquier ley; quienes estiran la palabra «odio» para empaquetar en ella cualquier discurso que les disguste; quienes pasan con facilidad de señalar que una democracia no es perfecta a deslegitimarla. Son los que nos quieren salvar, redimir, descontaminar. Son los que combaten cada día en un Stalingrado imaginario.

Yo, en cambio, creo que la democracia necesita un tipo de ciudadano más sobrio: alguien menos preocupado por quién llega al poder y más por cómo se ejerce; alguien que se indigne un poco menos y escuche bastante más; alguien que cabalgue menos en la épica y practique más la rutina del respeto. Respeto a quienes piensan distinto, respeto a las reglas y respeto a los procedimientos.

Sobre la acusación de «equidistancia»

Cuando la lealtad a la tribu y la lealtad a los principios entran en conflicto

Foto de Dids vía Pexels (fragmento)

Todos los que seguimos los debates en redes hemos visto alguna vez la acusación de equidistancia. Se acusa a alguien de o bien mostrarse equidistante entre el bien y el mal, lo que es inmoral, o bien de falsa equidistancia; es decir, de fingir equidistancia para no reconocer que en el fondo siente debilidad por el mal.

El mundo es complicado y no diré que alguna vez dicha acusación no esté justificada, pero la mayoría de las veces creo que se construye sobre un error de base. Me explico:

Quienes la formulan suelen desenvolverse en un espacio unidimensional, en el que hay un solo eje relevante: el que va de la tribu A (la buena, la suya), a la tribu B.

Y sí, puede que admitan que la tribu A no tiene necesariamente el 100% de las veces la razón, pero lo que tienen clarísimo es que es la tribu buena y que, por tanto, las críticas hacia ella deben de estar formuladas de tal forma que nunca socaven ese estatus. En un mundo en el que el bien y el mal están tan claramente separados, es irresponsable sembrar dudas: no se puede dar armas al mal.

Por eso, si alguien formula una crítica que no va acompañada de las necesarias salvaguardas, está justificado reaccionar con el reproche de «equidistancia».

Sin embargo, la realidad es más complicada. No hay ni un único eje, el que va de la tribu A a la tribu B, ni todos los demás ejes van fielmente paralelos a este. Por eso, en cuanto alguien valora algún otro, es inevitable que termine distanciándose en algún momento de la tribu A. Así, si alguien valora, por ejemplo, la verdad, acabará señalando que la tribu A también miente a veces. Y si estima la independencia de las instituciones, acabará señalando que, aunque un día fue la tribu B la que metió la mano donde no debía, otro día fue la A, y aún otro la C.

¿Son equidistantes esas personas? No, precisamente la cuestión es que no lo son, que no son equidistantes entre la verdad y la mentira, o entre la independencia institucional y la politización, o entre cualquier otro valor y su contrario.  Y que es eso precisamente lo que les lleva un día a tropezar con una tribu y otro día a tropezar con otra. Por eso, acusarlos de equidistancia es usar la expresión equivocada. Porque de lo que realmente se los está acusando es de deslealtad a la tribu buena. Y es que, para muchos, la lealtad tribal debe estar siempre por encima de cualquier otra cosa.

Al fin y al cabo, aunque nuestra tribu a veces mienta, aunque a veces se lleve por delante principios, valores y reglas, es perdonable. ¿Acaso no es la tribu buena? Por supuesto que lo es, y lo que hace la tribu buena es bueno por definición.

Los partidos como robots

Una visión escéptica de la política

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Hasta hace un par de años tenía un reloj que me felicitaba el día de mi cumpleaños. Era el primero en hacerlo y, a diferencia de muchos de mis amigos, no se olvidaba nunca. ¿Pero significa eso que me apreciaba más que esos amigos?, ¿que valoraba mi felicidad? Obviamente, no; era una simple máquina y una máquina no tiene valores ni sentimientos: sigue reglas.

Aunque de una naturaleza más virtual, las organizaciones humanas —un taller de coches, una ONG, un partido político— son también máquinas que se rigen por reglas y que, en sí mismas, carecen de valores. Evidentemente, las personas que trabajan en esas organizaciones sí que los tienen y eso hace todo un poco más complejo. Pero es importante darse cuenta de que, aunque los trabajadores tengan valores, el sistema en sí mismo no los tiene. Por eso, un banco puede ser despiadado aunque muchos de sus empleados no lo sean, o una empresa, si está mal organizada, puede ser incumplidora aunque en ella trabajen personas formales. Evidentemente, el banco sería todavía más despiadado y la empresa más incumplidora si sus empleados también lo fuesen, pero, insisto, no hay que tomar los valores de las personas por los de la estructura. Esta, como el reloj, solo va a aparentar tener valores en la medida en que sus reglas de funcionamiento la condicionen para ello; esta, como el reloj, hace, pero no siente.

¿Y qué tipos de reglas rigen las organizaciones?

Las más evidentes son las explícitas; ya sean externas a la organización, como el ordenamiento jurídico, o internas, como sus estatutos. Estas son importantes y, a la vez, claras.

Pero igual o más importantes son toda otra serie de reglas que no están reflejadas en ningún documento y que, sin embargo, van a gobernar el comportamiento de las organizaciones con la misma firmeza que las que determinan el comportamiento y el destino de los animales en un hábitat determinado: las reglas de supervivencia.

Los partidos políticos

Antes de seguir, es necesario señalar que con la expresión partidos políticos nos referimos a dos tipos de organizaciones.

Por una parte, tenemos a partidos como el PACMA o Falange Española, partidos que no dependen para continuar existiendo de conseguir diputados (aunque no les disgustase hacerlo).

Por otra, tenemos partidos para los cuales obtener representación parlamentaria es fundamental. En el resto del artículo me voy a referir específicamente a ellos.

Para entender cómo funcionan, es importante recordar que una organización, sea una ONG, un sindicato, un partido, etc., puede nacer con unos fines muy concretos, pero, en cuanto crece y desarrolla una estructura, su fin principal pasa a ser la supervivencia. Por decirlo gráficamente, mucha de la gente que trabaja para la organización depende de esta para pagar sus hipotecas y, por tanto, su prioridad ya no es que esta sea fiel a unos valores, sino que se mantenga a flote y genere ingresos.

Así pues, la principal ideología de este tipo de partidos pasa a ser el poder, mientras que las ideas puramente políticas van quedando reducidas al papel de discurso de ventas y, en consecuencia, tienden a adaptarse al mercado. Incluso, como pasa con las marcas de coches que venden distintos modelos para distintos públicos, pueden desdoblarse, con distintas versiones según el momento y el lugar.

Obviamente, el discurso de un partido no puede ser totalmente incoherente; como las de cualquier otra empresa, las marcas políticas tienen una tradición y un valor. Además, siempre habrá militantes reacios a los cambios, militantes para los que las ideas cuentan. Pero la lógica de la selección se irá imponiendo. Los líderes que no demuestren que pueden ganar elecciones acabarán siendo sustituidos; los militantes menos flexibles, marginados. Cada corrección, grande o pequeña, ayudará a posicionar la organización a favor del viento. Es eso o hundirse.

Y no solo cambiarán las ideas, sino también los métodos. Si mentir se demuestra útil, se mentirá; si meter mano en los medios es útil, se meterá mano en los medios, etc. La selección electoral es tan fuerte e implacable como la selección natural y mucho más rápida.

¿Significa eso que no pueda haber partidos parlamentarios respetuosos con la verdad, con la coherencia, con los principios?, ¿que se comporten como si esos valores fueran importantes para ellos?

Bueno, pues va a depender de los votantes. Si hay un cuerpo suficientemente numeroso de electores que aprecien esas cosas por encima de otras, habrá partidos que respondan a ese incentivo. Pero, sinceramente, viendo el panorama actual, mi impresión es que el respeto por la verdad, la coherencia y los principios no sale muy bien parado en comparación con otras formas de ganarse al público, como las apelaciones tribales o la venta de humo.

Por eso, a menudo me maravilla esa gente que está convencida de que su partido ha sido capaz de adaptarse a la supervivencia y al poder sin perder la pureza. Para mí es tan ingenuo como creer que, a diferencia de a todos los demás, a tu banco sí que le importan más las personas que los beneficios. Un nicho, un hábitat y unas reglas comunes tienden a generar comportamientos comunes.

Así pues, mi opción personal no es la fe, sino una desconfianza cortés. Soy consciente de que los partidos pretenden utilizarme para sus fines mientras yo intento, en la mucho más limitada medida de mis posibilidades, utilizarlos a ellos. Exactamente igual que me pasa con mi banco, nuestra relación no es afectiva, sino instrumental.

Por eso, cuando desde un partido buscan mi complicidad apelando a mis emociones, intentando hacerme sentir que constituimos un «nosotros» frente a un «ellos», me quedo bastante frío; mucho más, de hecho, que cuando mi reloj me felicitaba el cumpleaños.

Y es que creo que hubo momentos concretos en que aquella pequeña máquina y yo sí que llegamos a ser un «nosotros», mientras que, en cambio, a mi banco, a mi eléctrica y al partido al que voto siempre los he sentido fuera de ese pronombre.

Violencia de género: en busca de una definición

Una reflexión sobre el lenguaje y su utilidad en la lucha contra la violencia

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Una lengua es básicamente un instrumento. Por lo tanto, lo lógico es que tienda a adoptar la forma que la haga más útil.

Ahora bien, es un instrumento muy polivalente, que utilizamos para muchos usos distintos y a veces contradictorios, por lo que no siempre esa utilidad que buscamos es la misma. Sin embargo, creo que todos deberíamos estar de acuerdo en que, cuando se trata de violencia, lo más útil es aquello que nos permita combatirla mejor y que, por lo tanto, el instrumento debería ayudarnos a conseguir principalmente dos objetivos:

a) Identificar mejor de las causas.

b) Formular soluciones más precisas y eficaces.

 Y, puesto que una de las expresiones que utilizamos en esa lucha es la de violencia de género, aquí voy a proponer una reflexión sobre la misma.

¿Qué es la violencia de género?

Lo primero que hay que decir es que no todo el mundo maneja la misma definición; no es la misma, por ejemplo, la que emplea la O.N.U. que la que aparece en el preámbulo de la Ley Orgánica de Medidas de Protección contra la Violencia de Género de 2004, o la que se ha venido aplicando en la práctica como consecuencia de su articulado. Hay varias definiciones que compiten entre ellas, siendo las siguientes cuatro las más usadas, ya sea de forma explícita o implícita:

1 – Violencia que se dirige contra individuos o grupos de individuos en función de su género, sexo u orientación sexual.

2 – Violencia que se dirige específicamente contra mujeres o grupos de mujeres en función de su género o sexo.

3 – Violencia de un hombre contra una mujer con la que mantiene o ha mantenido una relación y cuyo origen o forma de manifestarse tiene una relación directa con la discriminación que sufren las mujeres.

 4 – Salvo excepciones muy concretas, prácticamente cualquier violencia de un hombre contra una mujer con la que mantenga o haya mantenido una relación.

De entre todas estas definiciones, ¿cuál sería la más útil?, ¿cuál nos ayudaría a encontrar soluciones más justas?

Yo no me voy a pronunciar, pero, a cambio, voy a proponer al lector un pequeño ejercicio. Le voy a contar una serie de historias y le propongo que coja un lápiz y decida cuáles cree que sería conveniente agrupar bajo la etiqueta violencia de género y, en consecuencia, cuál sería la definición que mejor respaldaría esa agrupación, sea una de las cuatro ya citadas o cualquier otra.

Ahora bien, si aceptamos que el objetivo último es que la etiqueta nos sirva para combatir la violencia, creo que sería lógico atenerse a dos reglas:

1 – Intentar reunir bajo ella aquellos casos que tengan causas comunes y, por tanto, requieran soluciones comunes.

2 – Intentar evitar que el uso de esa etiqueta enmascare otras causas, transversales al género y que requieran soluciones distintas.

Ya aviso que no es un ejercicio fácil y que puede que al final deje más preguntas que respuestas.

Doce historias de violencia:

1 – Emilio es un hombre agresivo y despótico. Maltrata de forma sistemática a su mujer, maltrató a sus hijos mientras convivieron con ellos y en el trabajo se dedica sistemáticamente a humillar a sus subordinados.

Además, es habitual que se enzarce en discusiones agrias con funcionarios, recepcionistas, vigilantes de seguridad, etc., y en una ocasión, en un bar, tiró la propina al suelo.

2 – Ana y Pablo son politoxicómanos. Cuando están bien, son amables con todo el mundo y cariñosos entre ellos. Pero los vecinos están hartos de oír las tremendas broncas que montan cuando se intoxican. Más de una vez los han visto aparecer al día siguiente con signos de haberse agredido mutuamente.

Sin embargo, no quieren por nada del mundo separarse. Cuando les impusieron una orden de alejamiento, la incumplieron inmediatamente.

3 Teresa es una joven prostituta. Un día una de sus citas le muestra la placa y la pistola para no tener que pagarle.

4 – Marta vive aterrorizada. Pedro, su exmarido, la ha amenazado de muerte y ella lo sabe capaz de cumplir su amenaza.

5 – Ramiro y Mercedes son una pareja de ancianos. Mercedes tiene Alzheimer. Como les ha ocurrido a muchos otros, la evolución hacia una sociedad más urbana y globalizada ha debilitado sus redes de protección familiar, así que él lleva años cuidando de ella prácticamente sin ayuda.

Tras un periodo de decadencia, Ramiro termina cayendo en la depresión del cuidador. Una noche, después de matar a su mujer, se ahorca.

6 – Un día de fiesta, tras salir con unos amigos, David y Carlos bajan a pasear por la playa agarrados de la mano. De repente un grupo de jóvenes se les echa encima y los empiezan a golpear al grito de «¡Fuera de aquí, maricones!».

7 – Adela y Laura son pareja desde hace dos años. Adela es muy dominante y maltrata de forma habitual a Laura; la mayoría de las veces verbalmente, pero tampoco le hace ascos a recurrir a la violencia física ante cualquier conato de resistencia por parte de Laura.

8 – Miguel y Cristina son una pareja heterosexual, prácticamente un calco de la anterior. Él también es muy dominante y trata de una forma muy parecida a Cristina que como Adela trata a Laura. Fuera de casa, él es un encanto, muy apreciado por todo el mundo.

9 – Antonio es un hombre que tiene una visión muy machista del mundo. En su casa son su mujer y su hija las que se encargan de preparar la comida y las que, mientras él y sus hijos disfrutan del café, recogen la mesa y la cocina.

Además, algunas veces Antonio obliga a su mujer a satisfacerlo sexualmente de formas que ella no quiere. Lo considera su derecho indiscutible como marido y proveedor.

10 – Carmen es una mujer que también tiene una visión muy machista de la familia. Un día su hija Ana se rebela porque considera que no es justo que ella tenga que fregar mientras sus hermanos juegan. Carmen la somete con un bofetón.

11 – Yésica y Jorge son una pareja de adolescentes. Una noche, al salir de una discoteca, discuten. Ella quería haberse ido más temprano, él quería quedarse más rato; ella se sintió desatendida, él la acusa de mostrarse siempre hostil con sus amigos. La discusión va subiendo de tono hasta que por fin Yésica le da una patada y un puñetazo a Jorge y este responde con una bofetada.

12 – Mario es un hombre de más de setenta años. Hace una década se casó con una mujer mucho más joven que él. Ahora está enfermo y débil y ella lo maltrata de forma sistemática. Un día, cuando ella le está pegando, él le devuelve alguno de los golpes.

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Agradezco a @ceciliademarchi que me avisara de un error con los nombres.

¿Hasta qué punto es compatible la GS con la autonomía personal?

En busca de los límites

Imagen generada con Bing

En mi último artículo hice un repaso a varios argumentos en el debate sobre la gestión por sustitución. Aquí voy a centrarme en un único punto:

¿Es bueno o malo que una mujer pueda comprometer voluntariamente su cuerpo por precio durante el tiempo de un embarazo? ¿Es eso un ejercicio de autonomía personal o, por el contrario, supone una amenaza para la misma?

La autonomía personal

En una primera aproximación, podemos definir la autonomía personal como el derecho de los ciudadanos a tomar decisiones sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas.

Ahora bien, como todo derecho, tiene límites y matices. ¿Cuáles son?

En primer lugar, están las veces en que el Estado, para proteger algún bien, se arroga el derecho de decidir por nosotros. Un ejemplo es cuando nos obliga a ponernos el cinturón de seguridad. Otro es el de las vacaciones: a fin de asegurar que estas sean un derecho efectivo de los trabajadores, se han configurado como un derecho irrenunciable. Hay quien piensa que esos casos son una demostración de un paternalismo inaceptable por parte del Estado, pero ese no es un debate en el que yo vaya a entrar aquí. Ahora solo me interesa señalar que esos límites existen y son ampliamente aceptados. Nos sirven, pues, como referencia comparativa.

Por otra parte, están los límites que nosotros mismos aceptamos voluntariamente. Hay veces en que, por nuestro propio interés, nos colocamos en situaciones que implican someternos a una disciplina ajena. Un ejemplo es cuando montamos en un avión o en un barco. Si no lo hacemos como piloto o capitán, estamos aceptando que nuestra capacidad para tomar decisiones sufra temporalmente una limitación mayor de la normal. Sin embargo, no solemos ver esas decisiones como una merma de nuestra autonomía, sino como un ejercicio de la misma en tanto en cuanto sean voluntarias.

¿Pero hasta dónde pueden llegar esas limitaciones autoimpuestas? ¿Qué límites temporales tienen? ¿Podrían llegar incluso a ser permanentes si la decisión se toma de forma libre?

Para contestar a esa pregunta, creo que merece la pena hacer una excursión a comienzos de los años ochenta.

El debate sobre el divorcio

Cuando en el año 1981 se debatió el divorcio en las Cortes Españolas, el partido de Manuel Fraga, Alianza Popular, adoptó una postura curiosa: propuso que, aunque se aprobase el divorcio para los matrimonios civiles, el Estado garantizase la indisolubilidad de los matrimonios canónicos.

Era una propuesta claramente absurda. En primer lugar, porque la ley no puede ser un traje a medida, sino que tiene que ser un marco general dentro del cual cada uno pueda luego imponerse a mayores las restricciones que considere oportunas. Obligar por ley a una pareja de católicos a seguir casados tiene el mismo sentido que obligar por ley a un musulmán a no comer jamón. No es función del Estado vigilar el cumplimiento de los preceptos religiosos.

Pero hay un segundo motivo por el que esa propuesta carecía de sentido: por ir directamente en contra de la autonomía de las personas. Y es que esta no consiste solo en que podamos tomar decisiones sobre nuestras vidas, sino también en que podamos revocarlas. Autonomía es poder decidir ser católico, pero también poder decidir dejar de serlo. Por expresarlo de otra manera, la autonomía no se predica del yo pasado, sino del yo presente.

Y sí, es cierto que hay decisiones cuyas consecuencias son irreversibles, y sí, es cierto que todos los yoes presentes sufrimos las consecuencias de decisiones pasadas de las que nos arrepentimos, de la misma forma en que a menudo sufrimos las consecuencias de decisiones tomadas por otras personas (por ejemplo, el conductor ebrio que se cruzó en nuestro camino). Pero hay una diferencia entre sufrir las consecuencias de una decisión que alguien tomó en su momento y darle el poder indefinido a esa persona de seguir gobernando nuestras vidas, incluso aunque esa persona sea nuestro yo pasado.

¿Y cómo afecta todo esto a la GS? Veámoslo:

El problema de regular la gestión por sustitución

Hay quien opina que no es difícil combinar la GS con el respeto a la autonomía personal de la gestante: bastaría con darle a esta el derecho a desvincularse del contrato cuando quiera, ya sea para abortar o para conservar el bebé. Sin embargo, no es tan sencillo.

Para verlo, imaginemos el caso de una mujer que, en la adolescencia, ha perdido la capacidad de gestar a consecuencia de un cáncer y ha recurrido a la congelación de sus óvulos. Años más tarde, su pareja y ella deciden tener un niño mediante GS. Lógicamente, esas dos personas van a desarrollar un vínculo emocional con ese feto que se está desarrollando y que es genéticamente suyo. ¿Hasta qué punto debe tener la gestante capacidad para privarles del niño? Teniendo en cuenta todo el peso que se pone en cada platillo de la balanza, no es una pregunta fácil de responder. Así pues, nos volvemos a enfrentar a la siguiente:

¿Dónde queremos marcar el límite a la renuncia de la autonomía personal?

Como vimos antes, una renuncia permanente a parte de la autonomía personal nos parece inaceptable. Pero, como también hemos visto, hay situaciones en que todos hacemos renuncias parciales durante un periodo de tiempo. Así pues, el límite entre lo que es aceptable o no se encuentra en algún punto de un continuo. ¿Pero dónde exactamente queremos ubicarlo?

La mayoría de las veces esas renuncias temporales que nos parecen admisibles son solo de unas horas o unos días; en algunos casos, como los de los marineros, pueden ser por periodos más largos. Sin embargo, a mí al menos me resulta muy difícil encontrar algún ejemplo en la vida civil de una renuncia tan larga e intensa como la que implica comprometerse por contrato a portar un feto ajeno.

Así pues, ¿en qué lado de la frontera situaríamos ese compromiso de llevar a término un embarazo? ¿Es una pérdida de la autonomía personal o un ejercicio extremo de la misma?

Sinceramente, yo no me considero quien para responder a esa pregunta, y tampoco creo que sea bueno contestar desde apriorismos ideológicos. Pienso que la mejor forma de encontrarle una respuesta sería estudiando a quienes han pasado por esa experiencia. Y también creo que, puesto que afecta a cuestiones tan fundamentales como el control del propio cuerpo y la relación entre la gestante y el bebé, no es algo a lo que se pueda responder atendiendo simplemente a qué es lo que sucede en una mayoría de casos. La dimensión puramente numérica no es la única a tener en cuenta cuando se trata de valorar cuestiones de derechos.

Reflexiones sobre la gestación por sustitución

Un análisis de argumentos

Imagen generada con DALL-E por Alex Montenegro

En este artículo no voy a dar una opinión a favor o en contra de la gestación por sustitución porque no la tengo. Por ello, lo que voy a hacer es un análisis de algunos argumentos en contra de la misma, buscando dilucidar cuáles pueden ser más relevantes y cuáles menos. Para ello, me voy a centrar exclusivamente en la gestación remunerada, que es el caso más extremo.

Pero antes un comentario previo:

Lo cualitativo y lo cuantitativo

Hay veces en que nuestra oposición a algo no depende de cuestiones cuantitativas. Un ejemplo es la prostitución infantil: prostituir a un niño nos parece inadmisible aunque solo se haga una vez.

Pero en otros casos sí que es esencial la cantidad. Un ejemplo es la diferencia entre lo que consideramos un trabajo digno y lo que consideramos explotación laboral. A partir de un determinado número de horas, consideramos que la diferencia cuantitativa acarrea un cambio cualitativo.

Pasemos ahora a examinar algunos argumentos:

Los niños son algo que no se debe comprar o vender

Este es un argumento frecuente. Sin embargo, no creo que «compraventa de niños» sea una expresión que describe adecuadamente lo que ocurre en el caso de la GS.  Y es que la polémica no gira en torno a la adquisición de un niño preexistente, sino al hecho de que, durante un proceso reproductivo, el embrión se implanta en el útero de una mujer que no es la madre intencional. Que la posible compra de semen u óvulos no genere el mismo nivel de polémica muestra que el foco no está puesto tanto en la mercantilización del proceso reproductivo como en el arrendamiento de un cuerpo para el embarazo.

Las mujeres gestantes son a menudo víctimas de explotación

Esto es cierto. Ahora bien, en nuestro mundo globalizado ocurre lo mismo con muchos otros trabajadores sin que por eso prescindamos de las mercancías que producen. Lo que hacemos, en todo caso, es pedir que se tomen medidas para proteger a esos trabajadores.

Así pues, para que el de la explotación fuese un argumento decisivo, sería necesario mostrar que es muy difícil conseguir que las gestaciones por sustitución se lleven a cabo sin que haya explotación o que esta actividad, por su propia naturaleza, es una forma de explotación.

Y esto nos lleva a los argumentos sobre la autonomía, la integridad y la dignidad.

La autonomía

En una sociedad libre los ciudadanos gozamos de un amplio nivel de autonomía para decidir sobre nuestras vidas y nuestros cuerpos. Podemos aceptar voluntariamente restricciones temporales a esa autonomía, pero estas suelen ser breves y parciales.

Sin embargo, la GS implica un periodo bastante largo y, por su peculiar naturaleza, es difícil regularla sin limitar de forma bastante severa la autonomía de la gestante.

Los únicos ejemplos comparables que se me ocurren son los de los marineros que se embarcan por un periodo prolongado (pero que, aun así, creo que gozan de una autonomía mayor) y el muy especial caso de los soldados profesionales.

Así pues, se nos plantea una pregunta cuantitativa: ¿nos parece excesiva la renuncia de autonomía que exige la gestión por sustitución?

La integridad física de la gestante

Es evidente que un embarazo implica riesgos y problemas físicos. Ahora bien, también es evidente que hay muchas actividades remuneradas con las que sucede lo mismo. Podemos argumentar que algunas de ellas son imprescindibles (necesitamos gente que apague incendios o desactive bombas), pero la lista de las que no lo son es larga: toreo, pirotecnia, deportes de combate, montañismo de élite. De hecho, hay actividades en las que incluso se incentiva económicamente el riesgo.

Por lo tanto, aquí hay que tener de nuevo en cuenta el aspecto cuantitativo y la pregunta a responder es: ¿hasta qué punto incurre la gestante en un riesgo desproporcionado en comparación con el de quienes se dedican a otras actividades socialmente toleradas?

La integridad psíquica

Otra preocupación es el hecho de que pueda ser traumático para la gestante el verse obligada a entregar el bebé (de otros aspectos problemáticos de esa entrega hablaré más adelante).

De nuevo, también hay otras actividades remuneradas que están ligadas a posibles perjuicios psíquicos, así que la pregunta vuelve a ser cuantitativa: ¿son desproporcionados los riesgos psicológicos para la gestante en comparación con los que aceptamos para otras actividades? ¿Qué nos dice la evidencia disponible?

La mercantilización del cuerpo de la mujer

Hay quien señala que la gestación por sustitución cosifica a la mujer, reduciéndola a un simple cuerpo. Sin embargo, la realidad es que también hay otras actividades en las que se nos paga fundamentalmente por aportar el físico. Hay gente que cobra por tomarse un medicamente en un ensayo clínico, por hacer de figurante en una escena de una película, por acarrear sacos o por dejarse dibujar por los estudiantes de bellas artes.

Así pues, las preguntas a responder son de dos tipos:

En primer lugar está la cuestión cuantitativa: ¿es superior el grado de mercantilización del cuerpo en el caso de la GS en comparación con otras actividades (por ejemplo, el culturismo y el modelaje)? ¿Y lo es como para considerar que se ha cruzado el umbral de lo inaceptable?

En segundo lugar está la cuestión cualitativa: ¿la forma concreta en que se mercantiliza el cuerpo de la mujer en el caso de la GS tiene algo que la haga particularmente degradante?

Lo que nos lleva a la siguiente pregunta:

¿Hasta qué punto lo más íntimo y personal puede ser objeto de comercio?

Es obvio que la implantación de un embrión en un útero supone entrar en uno de los ámbitos más íntimos de la persona. Y también es obvio que las personas, para tener una vida digna, necesitamos que se proteja nuestra intimidad.

Ahora bien, tampoco cabe duda de que hay casos en que la intimidad es objeto de comercio. El modelo que posa desnudo en un aula de dibujo, la influencer que comparte en redes su estancia en el hospital, los actores de una película porno, la autora que publica unas memorias llenas de detalles picantes o los participantes en realities van a ser remunerados, entre otras cosas, por la venta de su intimidad.

Así pues, ¿hasta qué punto está justificado que la colectividad pretenda poner límites a esas ventas? ¿Y cuál debe ser el criterio para marcar esos límites?

En principio, parece que estaría justificado cuando se trata de impedir la explotación de personas que están en tal situación de vulnerabilidad que no tienen realmente capacidad para elegir (lo que nos lleva de nuevo a un punto anterior). ¿Pero sigue estando justificado poner límites si no hay explotación?, ¿hay partes de la intimidad que consideremos que no se deben poder vender en ningún caso?

Relaciones profesionales y afectivas

Los seres humanos nos podemos relacionar de muchas maneras. Entre ellas están las relaciones afectivas y las relaciones profesionales. Y el hecho de que a veces puedan solaparse (un cliente puede convertirse en amigo o un amigo en cliente) no hace que dejemos de verlas como dos tipos de relaciones distintas. Y en nuestra sociedad actual hay una serie de relaciones que consideramos que deben ser fundamentalmente afectivas. Por eso, no solemos ver con buenos ojos que alguien se case por dinero, profesionalizando el matrimonio, o que pretenda convertir en negocio la relación con sus hijos.

¿Y qué pasa con la relación entre la gestante y el feto? Bueno, no cabe duda de que es una relación con unas características muy particulares. Por un lado, a veces permitimos que una de las partes pueda darla por terminada de la forma más radical posible: eliminando a la otra. Pero, por otro lado, tampoco cabe duda de que la mayoría de las mujeres desarrollan un vínculo afectivo muy fuerte con la criatura que crece en su interior. Por eso cabe preguntarse si es un tipo de relación que queremos que pase a estar sujeta a plazos contractuales.

¿Pero hasta qué punto debe la sociedad impedir la profesionalización de las relaciones tradicionalmente afectivas más allá de lo necesario para la protección de las personas especialmente vulnerables?

Los posibles riesgos para el niño

Por lo que sé, parece que hay alguna evidencia estadística de que los embarazos por gestación subrogada tienen un mayor riesgo de ser problemáticos. Además, hay quien señala posibles riesgos psicológicos para los menores (aunque parece que la evidencia en ese sentido es más débil).

Esto plantea la cuestión de si es ético introducir una práctica que pueda aumentar el número de niños con problemas de salud, una pregunta que, evidentemente, también debería formularse cuando se trate de cualquier otro proceso de reproducción asistida.

Y para mí esta es una de las cuestiones que me parecen más difíciles de contestar, y también de las más relevantes.

Una última consideración cuantitativa

Hay veces que lo que nos decide a oponernos a algo no es tanto una cosa concreta como una suma de distintos aspectos.

Así pues, cabría estar en contra de la GS no porque encontrásemos definitivo un solo argumento, sino porque, teniendo en cuenta la suma de varios, consideremos que los posibles inconvenientes pesan más en la balanza que los posibles beneficios.

Evidentemente, ahí nos movemos en una zona gris porque muchos factores son imposibles de traducir a números. Sin embargo, también es cierto que a menudo hay que tomar decisiones sobre zonas grises.

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  • El apartado sobre la autonomía fue incorporado al texto a raíz de un comentario de @misotrasvidas, a quien quiero agradecer, junto a todos los demás, sus opiniones.

Sobre tartas de manzana y subvenciones

Una reflexión a partir del caso Ossorio

Chloe Benko-Prieur chloebenkoprieur, CC0, via Wikimedia Commons

Una advertencia previa: mi reflexión surge a partir de la polémica sobre el cobro de una ayuda por el vicepresidente Ossorio, pero no es una reflexión sobre dicho caso concreto, que, como todo caso particular, tendrá su propia gama de matices. Es un análisis de algo más general y abstracto: de uno de los argumentos que he visto esgrimir estos días, el de que es hipócrita que alguien que está en contra de las subvenciones acabe cobrando una.

No es un argumento nuevo y es uno con el que nunca he estado de acuerdo. Y voy a exponer por qué apoyándome en cuatro ejemplos.

Empecemos con algo dulce:

La tarta de manzana

Imaginemos que un grupo de amigos vamos a comprar una tarta a escote. Hay varias opciones y yo me pronuncio por la tarta de manzana. Sin embargo, la mayoría se decanta por un tiramisú, que es lo que acabamos comprando.

¿Significa eso que tengo menos derecho a comer tiramisú que quienes ganaron la votación? Evidentemente, no. Puesto que participo en los costes igual que los demás, tengo exactamente el mismo derecho que mis amigos. Si acaso, podré ser objeto de alguna broma bienintencionada del tipo: «Para no gustarte el  tiramisú, bien que le pegas», pero nada más. Tener una opinión distinta y perder una votación no me privan de un derecho.

Pasemos ahora a un caso más complejo:

El izquierdista adinerado

Imaginemos que, a pesar de que soy de los que les va muy bien en una sociedad capitalista, soy crítico con ella y preferiría vivir en una más igualitaria. ¿Me obliga eso a ponerme a repartir mi dinero, a renunciar a mi capital y mis inversiones?

De nuevo creo que no, porque mi preferencia es vivir con menos dinero en una sociedad más igualitaria, no convertirme en pobre en una sociedad capitalista. En definitiva, lo que estoy defendiendo es un cambio de reglas para todos, no un conjunto de reglas nuevas solo para mí, un conjunto con el que recibiría todos los inconvenientes a cambio de ninguna ventaja.

Evidentemente, eso no es incompatible con que mi conciencia social me lleve a hacer donaciones. Pero de lo que hablo aquí no es de lo que uno hace voluntariamente, sino de obligaciones, aunque sean de tipo moral. Y creo mis obligaciones morales serían exactamente las mismas que las de cualquier otra persona, de cualquier ideología, a la que le incomode la pobreza. Todos defendemos modelos distintos de sociedad al existente, todos estamos en desacuerdo con algo, poco o mucho, pero eso no tiene por qué suponer que no tengamos todos los mismos derechos. Aquí también pienso que una diferencia de opinión no puede suponer una merma de derechos.

Las subvenciones

Ha llegado el momento de confesar que yo mismo soy un crítico de las subvenciones, ayudas, abonos gratuitos, desgravaciones, etc.

Mis opiniones no son muy informadas porque no soy un experto en el tema, pero mi impresión es que un caos de ayudas diferentes, concedidas de forma descoordinada por muchos poderes políticos distintos, desde los municipios hasta el Gobierno, no es la forma más eficiente de combatir la pobreza. Temo que los costes burocráticos sean desproporcionadamente altos, tanto para quien concede la ayuda como para quien la solicita, y que, además, sea inevitable que una parte de los fondos acabe desviándose hacia funciones propagandísticas en vez de cumplir las puramente redistributivas.

Por eso, en principio soy partidario más bien de buscar la forma de asegurar que todo el mundo pueda acceder a un ingreso mínimo en función de sus circunstancias y capacidades.

Sin embargo, la cuestión aquí no es si mi opinión es acertada o no, sino si el tenerla, el ser crítico con las ayudas y desgravaciones, implica que debería renunciar a ellas.

Pues aquí va la segunda confesión: no es lo que suelo hacer. En el I.R.P.F. aplico todas las desgravaciones que la ley me permite, y tampoco acostumbro a hacerle ascos a ningún otro descuento por mis circunstancias personales, sean de edad o de salud.

De nuevo, puesto que tengo que asumir mi parte de los costes e inconvenientes del modelo vigente, considero que también tengo los mismos derechos que cualquier otro a los beneficios. Una vez más considero que una diferencia de opinión no puede suponer una pérdida de derechos.

Pero vayamos por fin a un caso muy diferente:

Mi pequeño estudio pornográfico

Imaginemos que yo me dedico a sermonear públicamente sobre la pornografía, asegurando que esta contribuye a la degradación tanto de quienes trabajan en esa industria como de quienes consumen sus productos. Y, sin embargo, al mismo tiempo, no solo la consumo, sino que también me dedico a dirigir películas bajo seudónimo, en un pequeño estudio de mi propiedad.

Pues sí, en este caso sí que creo que habría una clara inconsecuencia por mi parte, porque de lo que estamos hablando no es de que yo critique un modelo por considerar que es comparativamente peor que otro; de lo que estamos hablando es de que yo digo que algo es malo en sí mismo; es decir, en términos absolutos y no relativos

El equivalente en los ejemplos anteriores sería que yo hubiese dicho que el tiramisú me tenía aspecto de estar en mal estado, que la riqueza conduce inevitablemente a la corrupción moral de quien la posee o que cobrar subvenciones te priva de tu dignidad. En esos casos sí que sería inconsecuente que yo me comiese el tiramisú, me negase a renunciar a mi riqueza o cobrase una subvención. En esos casos sí que sería razonable señalar que hay una contradicción entre mi discurso y mi comportamiento.

Pero, insisto, no es lo mismo un debate sobre lo que es malo en sí que sobre la mejor manera de distribuir recursos; no es lo mismo un debate sobre lo que es insano o inmoral que sobre lo que es menos eficiente. Por eso es necesario distinguirlos.

Y por eso, en mi humilde opinión, el que piensa que el tiramisú es tóxico y aun así lo come actúa de forma inconsecuente, pero el que defiende que sería mejor un modelo distinto al tiempo que se atiene a las reglas vigentes, no.

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Son demasiados para nombrarlos a todos, pero, como otras veces, me gustaría expresar mi agradecimiento a los tuiteros que han debatido conmigo esta cuestión, a veces desde la más absoluta discrepancia, obligándome a reflexionar.