

Hace poco el politólogo Pedro Abellán publicaba un tuit en el que decía que polarización y crispación no son lo mismo, y que, precisamente, la grandeza de la democracia liberal está en que permite convivir a quienes piensan muy distinto.
Estoy de acuerdo con esas afirmaciones. De hecho, aunque normalmente la crispación siempre sobra, no puede haber una verdadera democracia sin un cierto grado de polarización. Una sociedad en la que todos piensan o fingen pensar lo mismo no es una sociedad democrática. La diversidad de ideas es una riqueza en el terreno político, de la misma forma que lo es en el científico o en el artístico.
Ahora bien, me gustaría añadir dos matices, uno cuantitativo y otro cualitativo. En primer lugar, con la polarización ocurre como con todo: a partir de cierto momento podemos tener de más. La capacidad de la democracia para gestionar desacuerdos es grande, pero no infinita. Y, en segundo lugar y más importante, eso se nota especialmente cuando la polarización desborda el terreno de los valores y abre una brecha significativa en nuestra percepción de lo que es la realidad.
Mientras la diferencia sea fundamentalmente de valores, en la mayoría de los casos se puede alcanzar algún tipo de compromiso. Si tú crees que hay que primar la seguridad por encima de la libertad y yo creo lo contrario, podemos pactar un punto intermedio. Pero ¿qué consenso es posible entre un terraplanista y alguien que piensa que la Tierra es básicamente una esfera?, ¿van a pactar que es un cubo?
Y el problema ahora mismo es que la polarización se ha extendido por el eje de las certezas, haciendo que mucha gente viva en realidades alternativas.
El asalto al Capitolio de los Estados Unidos es un buen ejemplo. Evidentemente, en él participaron todo tipo de elementos, incluyendo algunos de clara filiación totalitaria. Pero también los habría que estaban sinceramente convencidos de estar defendiendo la democracia de un fraude electoral. Lo que los colocaba, pues, a un lado de la barrera y no al otro no era tanto una cuestión de valores como de percepciones. La verdad dentro de su burbuja era distinta que fuera de ella.
Sin embargo, es justo señalar que el subjetivismo no es algo exclusivo de ningún punto del espectro político. La relación con la verdad objetiva se ha diluido en bastantes grupos distintos. Así, mientras buena parte de la derecha norteamericana ha abrazado con alegría las teorías conspirativas del trumpismo o sigue defendiendo ideas tan anacrónicas como el creacionismo, buena parte de la izquierda ha derivado hacia el relativismo epistemológico y se dedica a reivindicar la validez de las creencias y experiencias personales en pie de igualdad con la ciencia. Donde unos esgrimen la Biblia, otros exhiben los nombres de filósofos como Feyerabend, Derrida, Butler, etc. Y no es que en este lado del Atlántico estemos mejor. Basta con darse una vuelta por el mercado periodístico para comprobar que hay oferta de prejuicios para cubrir todos los gustos.
La política apela continuamente a nuestras emociones al tiempo que se nos ofrece todo un menú de coartadas teóricas para negar aquellas realidades que no encajan con nuestro discurso favorito. Y así, aunque sea por caminos distintos, muchos han llegado al mismo punto: el de reivindicar el derecho a escoger en qué verdad prefieren vivir.
Y la democracia liberal puede sobrevivir a muchas cosas, pero no a la renuncia de que existe una verdad. Porque, si no la hay, ¿qué sentido tiene debatir, contrastar ideas, pretender que es posible consensuar nada mínimamente razonable? Los únicos regímenes políticos coherentes en un mundo sin verdades objetivas son aquellos que se basan en la fuerza como instrumento para imponer una de las muchas visiones alternativas de la realidad; es eso o la anarquía. Si es tan válido afirmar que la Tierra es plana como que es esférica, lo que se enseñe en las escuelas va a depender únicamente de quién tenga el poder para imponer su programa. No se trata de debatir, sino de gritar más fuerte.
Por lo tanto, si queremos defender la democracia y el marco de libertad que esta nos proporciona, una de las mejores formas que tenemos de hacerlo es reivindicando la idea de que existe la verdad, una verdad que no depende de nuestros gustos e intereses, una verdad que a menudo duele, pero que no deja de serlo porque duela.
Y eso no significa que en nuestra esfera privada no podamos conservar la libertad de decidir creer lo que nos dé la gana. Lo que significa es que no podemos intentar imponerle nuestras creencias a los demás por otra fuerza que no sea la del argumento racional.
A estas alturas deberíamos haber sido capaces de dejar las guerras de religión definitivamente atrás. Y, sin embargo, da la impresión de que nos estamos deslizando de vuelta a ellas, aunque esta vez sean religiones políticas más que teístas. Quizá porque una cosa es haber dejado de creer en Dios y otra muy distinta haber dejado de encontrar reconfortante el cobijarse en la fe.
