
En mi último artículo hice un repaso a varios argumentos en el debate sobre la gestión por sustitución. Aquí voy a centrarme en un único punto:
¿Es bueno o malo que una mujer pueda comprometer voluntariamente su cuerpo por precio durante el tiempo de un embarazo? ¿Es eso un ejercicio de autonomía personal o, por el contrario, supone una amenaza para la misma?
La autonomía personal
En una primera aproximación, podemos definir la autonomía personal como el derecho de los ciudadanos a tomar decisiones sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas.
Ahora bien, como todo derecho, tiene límites y matices. ¿Cuáles son?
En primer lugar, están las veces en que el Estado, para proteger algún bien, se arroga el derecho de decidir por nosotros. Un ejemplo es cuando nos obliga a ponernos el cinturón de seguridad. Otro es el de las vacaciones: a fin de asegurar que estas sean un derecho efectivo de los trabajadores, se han configurado como un derecho irrenunciable. Hay quien piensa que esos casos son una demostración de un paternalismo inaceptable por parte del Estado, pero ese no es un debate en el que yo vaya a entrar aquí. Ahora solo me interesa señalar que esos límites existen y son ampliamente aceptados. Nos sirven, pues, como referencia comparativa.
Por otra parte, están los límites que nosotros mismos aceptamos voluntariamente. Hay veces en que, por nuestro propio interés, nos colocamos en situaciones que implican someternos a una disciplina ajena. Un ejemplo es cuando montamos en un avión o en un barco. Si no lo hacemos como piloto o capitán, estamos aceptando que nuestra capacidad para tomar decisiones sufra temporalmente una limitación mayor de la normal. Sin embargo, no solemos ver esas decisiones como una merma de nuestra autonomía, sino como un ejercicio de la misma en tanto en cuanto sean voluntarias.
¿Pero hasta dónde pueden llegar esas limitaciones autoimpuestas? ¿Qué límites temporales tienen? ¿Podrían llegar incluso a ser permanentes si la decisión se toma de forma libre?
Para contestar a esa pregunta, creo que merece la pena hacer una excursión a comienzos de los años ochenta.
El debate sobre el divorcio
Cuando en el año 1981 se debatió el divorcio en las Cortes Españolas, el partido de Manuel Fraga, Alianza Popular, adoptó una postura curiosa: propuso que, aunque se aprobase el divorcio para los matrimonios civiles, el Estado garantizase la indisolubilidad de los matrimonios canónicos.
Era una propuesta claramente absurda. En primer lugar, porque la ley no puede ser un traje a medida, sino que tiene que ser un marco general dentro del cual cada uno pueda luego imponerse a mayores las restricciones que considere oportunas. Obligar por ley a una pareja de católicos a seguir casados tiene el mismo sentido que obligar por ley a un musulmán a no comer jamón. No es función del Estado vigilar el cumplimiento de los preceptos religiosos.
Pero hay un segundo motivo por el que esa propuesta carecía de sentido: por ir directamente en contra de la autonomía de las personas. Y es que esta no consiste solo en que podamos tomar decisiones sobre nuestras vidas, sino también en que podamos revocarlas. Autonomía es poder decidir ser católico, pero también poder decidir dejar de serlo. Por expresarlo de otra manera, la autonomía no se predica del yo pasado, sino del yo presente.
Y sí, es cierto que hay decisiones cuyas consecuencias son irreversibles, y sí, es cierto que todos los yoes presentes sufrimos las consecuencias de decisiones pasadas de las que nos arrepentimos, de la misma forma en que a menudo sufrimos las consecuencias de decisiones tomadas por otras personas (por ejemplo, el conductor ebrio que se cruzó en nuestro camino). Pero hay una diferencia entre sufrir las consecuencias de una decisión que alguien tomó en su momento y darle el poder indefinido a esa persona de seguir gobernando nuestras vidas, incluso aunque esa persona sea nuestro yo pasado.
¿Y cómo afecta todo esto a la GS? Veámoslo:
El problema de regular la gestión por sustitución
Hay quien opina que no es difícil combinar la GS con el respeto a la autonomía personal de la gestante: bastaría con darle a esta el derecho a desvincularse del contrato cuando quiera, ya sea para abortar o para conservar el bebé. Sin embargo, no es tan sencillo.
Para verlo, imaginemos el caso de una mujer que, en la adolescencia, ha perdido la capacidad de gestar a consecuencia de un cáncer y ha recurrido a la congelación de sus óvulos. Años más tarde, su pareja y ella deciden tener un niño mediante GS. Lógicamente, esas dos personas van a desarrollar un vínculo emocional con ese feto que se está desarrollando y que es genéticamente suyo. ¿Hasta qué punto debe tener la gestante capacidad para privarles del niño? Teniendo en cuenta todo el peso que se pone en cada platillo de la balanza, no es una pregunta fácil de responder. Así pues, nos volvemos a enfrentar a la siguiente:
¿Dónde queremos marcar el límite a la renuncia de la autonomía personal?
Como vimos antes, una renuncia permanente a parte de la autonomía personal nos parece inaceptable. Pero, como también hemos visto, hay situaciones en que todos hacemos renuncias parciales durante un periodo de tiempo. Así pues, el límite entre lo que es aceptable o no se encuentra en algún punto de un continuo. ¿Pero dónde exactamente queremos ubicarlo?
La mayoría de las veces esas renuncias temporales que nos parecen admisibles son solo de unas horas o unos días; en algunos casos, como los de los marineros, pueden ser por periodos más largos. Sin embargo, a mí al menos me resulta muy difícil encontrar algún ejemplo en la vida civil de una renuncia tan larga e intensa como la que implica comprometerse por contrato a portar un feto ajeno.
Así pues, ¿en qué lado de la frontera situaríamos ese compromiso de llevar a término un embarazo? ¿Es una pérdida de la autonomía personal o un ejercicio extremo de la misma?
Sinceramente, yo no me considero quien para responder a esa pregunta, y tampoco creo que sea bueno contestar desde apriorismos ideológicos. Pienso que la mejor forma de encontrarle una respuesta sería estudiando a quienes han pasado por esa experiencia. Y también creo que, puesto que afecta a cuestiones tan fundamentales como el control del propio cuerpo y la relación entre la gestante y el bebé, no es algo a lo que se pueda responder atendiendo simplemente a qué es lo que sucede en una mayoría de casos. La dimensión puramente numérica no es la única a tener en cuenta cuando se trata de valorar cuestiones de derechos.
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