¿Hasta qué punto es compatible la GS con la autonomía personal?

En busca de los límites

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En mi último artículo hice un repaso a varios argumentos en el debate sobre la gestión por sustitución. Aquí voy a centrarme en un único punto:

¿Es bueno o malo que una mujer pueda comprometer voluntariamente su cuerpo por precio durante el tiempo de un embarazo? ¿Es eso un ejercicio de autonomía personal o, por el contrario, supone una amenaza para la misma?

La autonomía personal

En una primera aproximación, podemos definir la autonomía personal como el derecho de los ciudadanos a tomar decisiones sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas.

Ahora bien, como todo derecho, tiene límites y matices. ¿Cuáles son?

En primer lugar, están las veces en que el Estado, para proteger algún bien, se arroga el derecho de decidir por nosotros. Un ejemplo es cuando nos obliga a ponernos el cinturón de seguridad. Otro es el de las vacaciones: a fin de asegurar que estas sean un derecho efectivo de los trabajadores, se han configurado como un derecho irrenunciable. Hay quien piensa que esos casos son una demostración de un paternalismo inaceptable por parte del Estado, pero ese no es un debate en el que yo vaya a entrar aquí. Ahora solo me interesa señalar que esos límites existen y son ampliamente aceptados. Nos sirven, pues, como referencia comparativa.

Por otra parte, están los límites que nosotros mismos aceptamos voluntariamente. Hay veces en que, por nuestro propio interés, nos colocamos en situaciones que implican someternos a una disciplina ajena. Un ejemplo es cuando montamos en un avión o en un barco. Si no lo hacemos como piloto o capitán, estamos aceptando que nuestra capacidad para tomar decisiones sufra temporalmente una limitación mayor de la normal. Sin embargo, no solemos ver esas decisiones como una merma de nuestra autonomía, sino como un ejercicio de la misma en tanto en cuanto sean voluntarias.

¿Pero hasta dónde pueden llegar esas limitaciones autoimpuestas? ¿Qué límites temporales tienen? ¿Podrían llegar incluso a ser permanentes si la decisión se toma de forma libre?

Para contestar a esa pregunta, creo que merece la pena hacer una excursión a comienzos de los años ochenta.

El debate sobre el divorcio

Cuando en el año 1981 se debatió el divorcio en las Cortes Españolas, el partido de Manuel Fraga, Alianza Popular, adoptó una postura curiosa: propuso que, aunque se aprobase el divorcio para los matrimonios civiles, el Estado garantizase la indisolubilidad de los matrimonios canónicos.

Era una propuesta claramente absurda. En primer lugar, porque la ley no puede ser un traje a medida, sino que tiene que ser un marco general dentro del cual cada uno pueda luego imponerse a mayores las restricciones que considere oportunas. Obligar por ley a una pareja de católicos a seguir casados tiene el mismo sentido que obligar por ley a un musulmán a no comer jamón. No es función del Estado vigilar el cumplimiento de los preceptos religiosos.

Pero hay un segundo motivo por el que esa propuesta carecía de sentido: por ir directamente en contra de la autonomía de las personas. Y es que esta no consiste solo en que podamos tomar decisiones sobre nuestras vidas, sino también en que podamos revocarlas. Autonomía es poder decidir ser católico, pero también poder decidir dejar de serlo. Por expresarlo de otra manera, la autonomía no se predica del yo pasado, sino del yo presente.

Y sí, es cierto que hay decisiones cuyas consecuencias son irreversibles, y sí, es cierto que todos los yoes presentes sufrimos las consecuencias de decisiones pasadas de las que nos arrepentimos, de la misma forma en que a menudo sufrimos las consecuencias de decisiones tomadas por otras personas (por ejemplo, el conductor ebrio que se cruzó en nuestro camino). Pero hay una diferencia entre sufrir las consecuencias de una decisión que alguien tomó en su momento y darle el poder indefinido a esa persona de seguir gobernando nuestras vidas, incluso aunque esa persona sea nuestro yo pasado.

¿Y cómo afecta todo esto a la GS? Veámoslo:

El problema de regular la gestión por sustitución

Hay quien opina que no es difícil combinar la GS con el respeto a la autonomía personal de la gestante: bastaría con darle a esta el derecho a desvincularse del contrato cuando quiera, ya sea para abortar o para conservar el bebé. Sin embargo, no es tan sencillo.

Para verlo, imaginemos el caso de una mujer que, en la adolescencia, ha perdido la capacidad de gestar a consecuencia de un cáncer y ha recurrido a la congelación de sus óvulos. Años más tarde, su pareja y ella deciden tener un niño mediante GS. Lógicamente, esas dos personas van a desarrollar un vínculo emocional con ese feto que se está desarrollando y que es genéticamente suyo. ¿Hasta qué punto debe tener la gestante capacidad para privarles del niño? Teniendo en cuenta todo el peso que se pone en cada platillo de la balanza, no es una pregunta fácil de responder. Así pues, nos volvemos a enfrentar a la siguiente:

¿Dónde queremos marcar el límite a la renuncia de la autonomía personal?

Como vimos antes, una renuncia permanente a parte de la autonomía personal nos parece inaceptable. Pero, como también hemos visto, hay situaciones en que todos hacemos renuncias parciales durante un periodo de tiempo. Así pues, el límite entre lo que es aceptable o no se encuentra en algún punto de un continuo. ¿Pero dónde exactamente queremos ubicarlo?

La mayoría de las veces esas renuncias temporales que nos parecen admisibles son solo de unas horas o unos días; en algunos casos, como los de los marineros, pueden ser por periodos más largos. Sin embargo, a mí al menos me resulta muy difícil encontrar algún ejemplo en la vida civil de una renuncia tan larga e intensa como la que implica comprometerse por contrato a portar un feto ajeno.

Así pues, ¿en qué lado de la frontera situaríamos ese compromiso de llevar a término un embarazo? ¿Es una pérdida de la autonomía personal o un ejercicio extremo de la misma?

Sinceramente, yo no me considero quien para responder a esa pregunta, y tampoco creo que sea bueno contestar desde apriorismos ideológicos. Pienso que la mejor forma de encontrarle una respuesta sería estudiando a quienes han pasado por esa experiencia. Y también creo que, puesto que afecta a cuestiones tan fundamentales como el control del propio cuerpo y la relación entre la gestante y el bebé, no es algo a lo que se pueda responder atendiendo simplemente a qué es lo que sucede en una mayoría de casos. La dimensión puramente numérica no es la única a tener en cuenta cuando se trata de valorar cuestiones de derechos.

Reflexiones sobre la gestación por sustitución

Un análisis de argumentos

Imagen generada con DALL-E por Alex Montenegro

En este artículo no voy a dar una opinión a favor o en contra de la gestación por sustitución porque no la tengo. Por ello, lo que voy a hacer es un análisis de algunos argumentos en contra de la misma, buscando dilucidar cuáles pueden ser más relevantes y cuáles menos. Para ello, me voy a centrar exclusivamente en la gestación remunerada, que es el caso más extremo.

Pero antes un comentario previo:

Lo cualitativo y lo cuantitativo

Hay veces en que nuestra oposición a algo no depende de cuestiones cuantitativas. Un ejemplo es la prostitución infantil: prostituir a un niño nos parece inadmisible aunque solo se haga una vez.

Pero en otros casos sí que es esencial la cantidad. Un ejemplo es la diferencia entre lo que consideramos un trabajo digno y lo que consideramos explotación laboral. A partir de un determinado número de horas, consideramos que la diferencia cuantitativa acarrea un cambio cualitativo.

Pasemos ahora a examinar algunos argumentos:

Los niños son algo que no se debe comprar o vender

Este es un argumento frecuente. Sin embargo, no creo que «compraventa de niños» sea una expresión que describe adecuadamente lo que ocurre en el caso de la GS.  Y es que la polémica no gira en torno a la adquisición de un niño preexistente, sino al hecho de que, durante un proceso reproductivo, el embrión se implanta en el útero de una mujer que no es la madre intencional. Que la posible compra de semen u óvulos no genere el mismo nivel de polémica muestra que el foco no está puesto tanto en la mercantilización del proceso reproductivo como en el arrendamiento de un cuerpo para el embarazo.

Las mujeres gestantes son a menudo víctimas de explotación

Esto es cierto. Ahora bien, en nuestro mundo globalizado ocurre lo mismo con muchos otros trabajadores sin que por eso prescindamos de las mercancías que producen. Lo que hacemos, en todo caso, es pedir que se tomen medidas para proteger a esos trabajadores.

Así pues, para que el de la explotación fuese un argumento decisivo, sería necesario mostrar que es muy difícil conseguir que las gestaciones por sustitución se lleven a cabo sin que haya explotación o que esta actividad, por su propia naturaleza, es una forma de explotación.

Y esto nos lleva a los argumentos sobre la autonomía, la integridad y la dignidad.

La autonomía

En una sociedad libre los ciudadanos gozamos de un amplio nivel de autonomía para decidir sobre nuestras vidas y nuestros cuerpos. Podemos aceptar voluntariamente restricciones temporales a esa autonomía, pero estas suelen ser breves y parciales.

Sin embargo, la GS implica un periodo bastante largo y, por su peculiar naturaleza, es difícil regularla sin limitar de forma bastante severa la autonomía de la gestante.

Los únicos ejemplos comparables que se me ocurren son los de los marineros que se embarcan por un periodo prolongado (pero que, aun así, creo que gozan de una autonomía mayor) y el muy especial caso de los soldados profesionales.

Así pues, se nos plantea una pregunta cuantitativa: ¿nos parece excesiva la renuncia de autonomía que exige la gestión por sustitución?

La integridad física de la gestante

Es evidente que un embarazo implica riesgos y problemas físicos. Ahora bien, también es evidente que hay muchas actividades remuneradas con las que sucede lo mismo. Podemos argumentar que algunas de ellas son imprescindibles (necesitamos gente que apague incendios o desactive bombas), pero la lista de las que no lo son es larga: toreo, pirotecnia, deportes de combate, montañismo de élite. De hecho, hay actividades en las que incluso se incentiva económicamente el riesgo.

Por lo tanto, aquí hay que tener de nuevo en cuenta el aspecto cuantitativo y la pregunta a responder es: ¿hasta qué punto incurre la gestante en un riesgo desproporcionado en comparación con el de quienes se dedican a otras actividades socialmente toleradas?

La integridad psíquica

Otra preocupación es el hecho de que pueda ser traumático para la gestante el verse obligada a entregar el bebé (de otros aspectos problemáticos de esa entrega hablaré más adelante).

De nuevo, también hay otras actividades remuneradas que están ligadas a posibles perjuicios psíquicos, así que la pregunta vuelve a ser cuantitativa: ¿son desproporcionados los riesgos psicológicos para la gestante en comparación con los que aceptamos para otras actividades? ¿Qué nos dice la evidencia disponible?

La mercantilización del cuerpo de la mujer

Hay quien señala que la gestación por sustitución cosifica a la mujer, reduciéndola a un simple cuerpo. Sin embargo, la realidad es que también hay otras actividades en las que se nos paga fundamentalmente por aportar el físico. Hay gente que cobra por tomarse un medicamente en un ensayo clínico, por hacer de figurante en una escena de una película, por acarrear sacos o por dejarse dibujar por los estudiantes de bellas artes.

Así pues, las preguntas a responder son de dos tipos:

En primer lugar está la cuestión cuantitativa: ¿es superior el grado de mercantilización del cuerpo en el caso de la GS en comparación con otras actividades (por ejemplo, el culturismo y el modelaje)? ¿Y lo es como para considerar que se ha cruzado el umbral de lo inaceptable?

En segundo lugar está la cuestión cualitativa: ¿la forma concreta en que se mercantiliza el cuerpo de la mujer en el caso de la GS tiene algo que la haga particularmente degradante?

Lo que nos lleva a la siguiente pregunta:

¿Hasta qué punto lo más íntimo y personal puede ser objeto de comercio?

Es obvio que la implantación de un embrión en un útero supone entrar en uno de los ámbitos más íntimos de la persona. Y también es obvio que las personas, para tener una vida digna, necesitamos que se proteja nuestra intimidad.

Ahora bien, tampoco cabe duda de que hay casos en que la intimidad es objeto de comercio. El modelo que posa desnudo en un aula de dibujo, la influencer que comparte en redes su estancia en el hospital, los actores de una película porno, la autora que publica unas memorias llenas de detalles picantes o los participantes en realities van a ser remunerados, entre otras cosas, por la venta de su intimidad.

Así pues, ¿hasta qué punto está justificado que la colectividad pretenda poner límites a esas ventas? ¿Y cuál debe ser el criterio para marcar esos límites?

En principio, parece que estaría justificado cuando se trata de impedir la explotación de personas que están en tal situación de vulnerabilidad que no tienen realmente capacidad para elegir (lo que nos lleva de nuevo a un punto anterior). ¿Pero sigue estando justificado poner límites si no hay explotación?, ¿hay partes de la intimidad que consideremos que no se deben poder vender en ningún caso?

Relaciones profesionales y afectivas

Los seres humanos nos podemos relacionar de muchas maneras. Entre ellas están las relaciones afectivas y las relaciones profesionales. Y el hecho de que a veces puedan solaparse (un cliente puede convertirse en amigo o un amigo en cliente) no hace que dejemos de verlas como dos tipos de relaciones distintas. Y en nuestra sociedad actual hay una serie de relaciones que consideramos que deben ser fundamentalmente afectivas. Por eso, no solemos ver con buenos ojos que alguien se case por dinero, profesionalizando el matrimonio, o que pretenda convertir en negocio la relación con sus hijos.

¿Y qué pasa con la relación entre la gestante y el feto? Bueno, no cabe duda de que es una relación con unas características muy particulares. Por un lado, a veces permitimos que una de las partes pueda darla por terminada de la forma más radical posible: eliminando a la otra. Pero, por otro lado, tampoco cabe duda de que la mayoría de las mujeres desarrollan un vínculo afectivo muy fuerte con la criatura que crece en su interior. Por eso cabe preguntarse si es un tipo de relación que queremos que pase a estar sujeta a plazos contractuales.

¿Pero hasta qué punto debe la sociedad impedir la profesionalización de las relaciones tradicionalmente afectivas más allá de lo necesario para la protección de las personas especialmente vulnerables?

Los posibles riesgos para el niño

Por lo que sé, parece que hay alguna evidencia estadística de que los embarazos por gestación subrogada tienen un mayor riesgo de ser problemáticos. Además, hay quien señala posibles riesgos psicológicos para los menores (aunque parece que la evidencia en ese sentido es más débil).

Esto plantea la cuestión de si es ético introducir una práctica que pueda aumentar el número de niños con problemas de salud, una pregunta que, evidentemente, también debería formularse cuando se trate de cualquier otro proceso de reproducción asistida.

Y para mí esta es una de las cuestiones que me parecen más difíciles de contestar, y también de las más relevantes.

Una última consideración cuantitativa

Hay veces que lo que nos decide a oponernos a algo no es tanto una cosa concreta como una suma de distintos aspectos.

Así pues, cabría estar en contra de la GS no porque encontrásemos definitivo un solo argumento, sino porque, teniendo en cuenta la suma de varios, consideremos que los posibles inconvenientes pesan más en la balanza que los posibles beneficios.

Evidentemente, ahí nos movemos en una zona gris porque muchos factores son imposibles de traducir a números. Sin embargo, también es cierto que a menudo hay que tomar decisiones sobre zonas grises.

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  • El apartado sobre la autonomía fue incorporado al texto a raíz de un comentario de @misotrasvidas, a quien quiero agradecer, junto a todos los demás, sus opiniones.

Sobre tartas de manzana y subvenciones

Una reflexión a partir del caso Ossorio

Chloe Benko-Prieur chloebenkoprieur, CC0, via Wikimedia Commons

Una advertencia previa: mi reflexión surge a partir de la polémica sobre el cobro de una ayuda por el vicepresidente Ossorio, pero no es una reflexión sobre dicho caso concreto, que, como todo caso particular, tendrá su propia gama de matices. Es un análisis de algo más general y abstracto: de uno de los argumentos que he visto esgrimir estos días, el de que es hipócrita que alguien que está en contra de las subvenciones acabe cobrando una.

No es un argumento nuevo y es uno con el que nunca he estado de acuerdo. Y voy a exponer por qué apoyándome en cuatro ejemplos.

Empecemos con algo dulce:

La tarta de manzana

Imaginemos que un grupo de amigos vamos a comprar una tarta a escote. Hay varias opciones y yo me pronuncio por la tarta de manzana. Sin embargo, la mayoría se decanta por un tiramisú, que es lo que acabamos comprando.

¿Significa eso que tengo menos derecho a comer tiramisú que quienes ganaron la votación? Evidentemente, no. Puesto que participo en los costes igual que los demás, tengo exactamente el mismo derecho que mis amigos. Si acaso, podré ser objeto de alguna broma bienintencionada del tipo: «Para no gustarte el  tiramisú, bien que le pegas», pero nada más. Tener una opinión distinta y perder una votación no me privan de un derecho.

Pasemos ahora a un caso más complejo:

El izquierdista adinerado

Imaginemos que, a pesar de que soy de los que les va muy bien en una sociedad capitalista, soy crítico con ella y preferiría vivir en una más igualitaria. ¿Me obliga eso a ponerme a repartir mi dinero, a renunciar a mi capital y mis inversiones?

De nuevo creo que no, porque mi preferencia es vivir con menos dinero en una sociedad más igualitaria, no convertirme en pobre en una sociedad capitalista. En definitiva, lo que estoy defendiendo es un cambio de reglas para todos, no un conjunto de reglas nuevas solo para mí, un conjunto con el que recibiría todos los inconvenientes a cambio de ninguna ventaja.

Evidentemente, eso no es incompatible con que mi conciencia social me lleve a hacer donaciones. Pero de lo que hablo aquí no es de lo que uno hace voluntariamente, sino de obligaciones, aunque sean de tipo moral. Y creo mis obligaciones morales serían exactamente las mismas que las de cualquier otra persona, de cualquier ideología, a la que le incomode la pobreza. El hecho de defender un tipo distinto de sociedad no incrementa mis obligaciones morales ni me obliga a renunciar a los beneficios de aquella en la que vivo. De hecho, todos defendemos modelos distintos de sociedad al existente, todos estamos en desacuerdo con algo, poco o mucho, pero eso no tiene por qué suponer que no tengamos todos los mismos derechos. Aquí también pienso que una diferencia de opinión no puede suponer una merma de derechos.

Las subvenciones

Ha llegado el momento de confesar que yo mismo soy un crítico de las subvenciones, ayudas, abonos gratuitos, desgravaciones, etc.

Mis opiniones no son muy informadas porque no soy un experto en el tema, pero mi impresión es que un caos de ayudas diferentes, concedidas de forma descoordinada por muchos poderes políticos distintos, desde los municipios hasta el Gobierno, no es la forma más eficiente de combatir la pobreza. Temo que los costes burocráticos sean desproporcionadamente altos, tanto para quien concede la ayuda como para quien la solicita, y que, además, sea inevitable que una parte de los fondos acabe desviándose hacia funciones propagandísticas en vez de cumplir las puramente redistributivas.

Por eso, en principio soy partidario más bien de buscar la forma de asegurar que todo el mundo pueda acceder a un ingreso mínimo en función de sus circunstancias y capacidades.

Sin embargo, la cuestión aquí no es si mi opinión es acertada o no, sino si el tenerla, el ser crítico con las ayudas y desgravaciones, implica que debería renunciar a ellas.

Pues aquí va la segunda confesión: no es lo que suelo hacer. En el I.R.P.F. aplico todas las desgravaciones que la ley me permite, y tampoco acostumbro a hacerle ascos a ningún otro descuento por mis circunstancias personales, sean de edad o de salud.

De nuevo, puesto que tengo que asumir mi parte de los costes e inconvenientes del modelo vigente, considero que también tengo los mismos derechos que cualquier otro a los beneficios. Una vez más considero que una diferencia de opinión no puede suponer una pérdida de derechos.

Pero vayamos por fin a un caso muy diferente:

Mi pequeño estudio pornográfico

Imaginemos que yo me dedico a sermonear públicamente sobre la pornografía, asegurando que esta contribuye a la degradación tanto de quienes trabajan en esa industria como de quienes consumen sus productos. Y, sin embargo, al mismo tiempo, no solo la consumo, sino que también me dedico a dirigir películas bajo seudónimo, en un pequeño estudio de mi propiedad.

Pues sí, en este caso sí que creo que habría una clara inconsecuencia por mi parte, porque de lo que estamos hablando no es de que yo critique un modelo por considerar que es comparativamente peor que otro; de lo que estamos hablando es de que yo digo que algo es malo en sí mismo; es decir, en términos absolutos y no relativos

El equivalente en los ejemplos anteriores sería que yo hubiese dicho que el tiramisú me tenía aspecto de estar en mal estado, que la riqueza conduce inevitablemente a la corrupción moral de quien la posee o que cobrar subvenciones te priva de tu dignidad. En esos casos sí que sería inconsecuente que yo me comiese el tiramisú, me negase a renunciar a mi riqueza o cobrase una subvención. En esos casos sí que sería razonable señalar que hay una contradicción entre mi discurso y mi comportamiento.

Pero, insisto, no es lo mismo un debate sobre lo que es malo en sí que sobre la mejor manera de distribuir recursos; no es lo mismo un debate sobre lo que es insano o inmoral que sobre lo que es menos eficiente. Por eso es necesario distinguirlos.

Y por eso, en mi humilde opinión, el que piensa que el tiramisú es tóxico y aun así lo come actúa de forma inconsecuente, pero el que defiende que sería mejor un modelo distinto al tiempo que se atiene a las reglas vigentes, no.

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Son demasiados para nombrarlos a todos, pero, como otras veces, me gustaría expresar mi agradecimiento a los tuiteros que han debatido conmigo esta cuestión, a veces desde la más absoluta discrepancia, obligándome a reflexionar.

4 cosas que creo haber entendido sobre las reducciones de penas y una que no

Intentando ver entre tanto humo

Imagen original de NoName_13, vía Pixabay

Una de grandes polémicas actuales en el debate público es la de las reducciones de penas a delincuentes sexuales. Hay quien culpa de ellas a los jueces, que estarían interpretando mal la ley. Para otros es una consecuencia ineludible de la obligación de aplicar la norma más favorable.

¿Quién tiene razón?

Se dice que la primera víctima de la guerra es la verdad y eso ocurre tanto o más en las guerras políticas, en las que el arma principal es la palabra. Eso nos deja vendidos a los ciudadanos de a pie, que, cuando nos enfrentamos a un tema complejo como este, acabamos sumergidos en el ruido interesado. Y es que por todas partes se busca el apoyo de nuestra opinión, pero no necesariamente de nuestra opinión informada.

Por suerte, en medios y redes, junto a los charlatanes, hay expertos de verdad, gente que no solo sabe de lo que habla, sino que informa de forma honesta y que incluso están dispuestos a aclararte dudas cuando les pides ayuda.

El caso es que, leyendo a unos y a otros, consultando aquí y allá, creo que he acabado haciéndome una idea básica de algunos aspectos de este tema. Hay cuatro cosas que creo entender y una que no. Y ese poco conocimiento es el que voy a compartir aquí.

Evidentemente, es fácil que meta la pata, así que estaré agradecido a quien me corrija, porque mi objetivo último es entender.

Dicho lo cual, vamos allá:

La polémica de las penas mínimas

En la mayoría de los casos, la pena mínima para las agresiones sexuales ha bajado. ¿Se debería, por tanto, reducir automáticamente las condenas a quienes en su momento fueron condenados a la mínima?, ¿tachar donde antes ponía, por ejemplo, un 6 y escribir ahora un 4?

No parece que sea tan sencillo. ¿Por qué? Pues porque, si bien es cierto que la pena mínima ha bajado, también es cierto que la definición del delito de agresión sexual ya no es la misma.

Todos los que fueron condenados por agresión sexual con la ley anterior habían cometido algún tipo de violencia o intimidación. Así pues, es muy discutible que hubiesen sido condenados solamente a la pena mínima con una ley que ahora define como agresión sexual cualquier acto que se lleve a cabo sin el consentimiento de la víctima, aunque no haya habido ningún tipo de violencia. Parece lógico que esa violencia o intimidación sigan teniendo algún peso. En ese sentido argumentan, por ejemplo, estos artículos de Manuel Cancio o Eduardo Ramón Ribas.

Por otra parte, tampoco parece razonable caer en el extremo contrario y asegurar que en ninguno de esos casos sería admisible, atendiendo a todas las circunstancias, una pena menor. Afirmar eso equivaldría a seguir manteniendo una frontera psicológica donde hemos eliminado la formal. Al fin y al cabo, donde antes había dos delitos con sus propios mínimos y máximos, ahora solo hay uno.

¿Cuál es entonces la solución? Pues parece que la de analizar cada caso individualmente, proyectando sobre el nuevo marco penalógico tanto los hechos como la valoración de los mismos que hizo el tribunal en su momento. Y eso no es un ejercicio sencillo, por varios motivos.

En primer lugar, una de las cosas a tener en cuenta es la motivación que el tribunal expuso en su momento para optar por la pena mínima. Y el problema es que, según parece, los tribunales suelen explayarse más cuando optan por penas más altas que cuando lo hacen por penas más bajas, especialmente cuando el propio fiscal ha pedido la mínima. Así pues, algunas de las motivaciones son muy parcas, lo que, sin embargo, tampoco debería jugar en contra del reo.

En segundo lugar, está el hecho de que los cambios introducidos en el marco penalógico no son cuestión de detalle ni se concentran en un único punto. La sacudida al tablero ha sido importante y no todos están de acuerdo en dónde encajan ahora todas las piezas.

Y eso nos lleva a la cuestión del 194 bis, que es donde yo me pierdo…

Lo que no he conseguido entender: el 194 bis

Hay quienes se quejan de que algunos tribunales, al reducir las penas, no están teniendo en cuenta debidamente el nuevo 194 bis. Es el punto de vista que expone, por ejemplo, María Acale en esta intervención.

¿Y qué dice el 194 bis? Pues esto:

«Las penas previstas en los delitos de este título se impondrán sin perjuicio de la que pudiera corresponder por los actos de violencia física o psíquica que se realizasen».

A pesar de que ha habido tuiteros que, muy amablemente, me han intentado ayudar a entender las consecuencias de ese artículo, he de confesar que me extravío una y otra vez. No se puede enseñar a correr a quien no sabe siquiera andar, y yo soy demasiado ignorante como para poder captar todas las implicaciones de los concursos de delitos. Por eso lo que me ha quedado son una serie de dudas:

¿A qué se refiere el artículo con lo de «actos de violencia física o psíquica que se realizasen»? ¿A la violencia que se cometió más allá de la necesaria para someter a la víctima o también a la violencia que se ha sacado de la definición de agresión sexual, aquella que sirvió como medio para cometer el delito?

Si se castiga esa violencia por la vía del 194 bis, ¿se puede tener en cuenta al mismo tiempo para negarle a alguien la mínima establecida en un artículo distinto? ¿No sería eso valorar dos veces lo mismo?

¿Y las penas impuestas por la vía del 194 bis qué cuantía podrían tener? ¿Hasta qué punto podrían neutralizar la bajada del anterior mínimo al nuevo mínimo?

Lo dicho: son dudas que me veo incapaz de resolver. Así pues, las dejo aquí plantadas y prosigo.

Algunas consecuencias matemáticas de los cambios en las cuantías de las penas

Hay otras revisiones que son mucho menos polémicas, porque no implican tanto cuestiones interpretativas como matemáticas, y con las matemáticas es más difícil discutir.

Veamos un par de ejemplos:

La existencia de atenuantes o agravantes puede determinar que haya que aplicar la pena en la mitad inferior o superior que la ley fije para un delito. Y, lógicamente, esas mitades no son iguales si la pena va, por ejemplo, de 12 a 15 que si va de 10 a 15.

Por otra parte, hay una serie de casos (tentativa, complicidad, dos o más atenuantes, etc.) en los que lo que corresponde aplicar es la pena inferior en uno o dos grados. ¿Y qué significa eso del grado?, ¿cómo se calcula? Pues aplicando una sencilla fórmula matemática a la pena mínima (esto es: estableciendo una franja que va desde la mínima menos un día hasta la mitad de la mínima).

Así, en el caso de la violación a un mayor de 16 años con violencia o intimidación, antes la mínima era de 6 años y, por tanto, la pena inferior en un grado tenía que estar entre 6 años menos un día y 3 años. Ahora que la mínima es 4, la pena inferior en un grado tiene que estar entre 4 años menos un día y 2 años.

Eso tiene dos consecuencias. En primer lugar, en aquellos casos en los que la condena original era relativamente alta, ahora quedaría fuera del rango posible con la nueva ley. En otros casos podría estar todavía dentro del rango, pero hay argumentos para defender que, si el legislador estableció que las penas se debían calcular a partir del punto medio o del mínimo, la bajada de ese punto medio y de ese mínimo deberían repercutir en beneficio del condenado.

Y parte de las reducciones de penas están viniendo por esa vía de rehacer los cálculos.

La disposición transitoria quinta del CP

Uno de los argumentos usados para oponerse a la reducción retroactiva de las penas es el de que se debería considerar vigente la Disposición Transitoria Quinta de la Ley Orgánica 10/1995, que dice textualmente:

«[…] En las penas privativas de libertad no se considerará más favorable este Código cuando la duración de la pena anterior impuesta al hecho con sus circunstancias sea también imponible con arreglo al nuevo Código […]»

Sin embargo, creo que la mayoría de los juristas (aunque, como era de esperar, no todos) consideran absurdo que dicha disposición transitoria pueda aplicarse a los cambios introducidos por la nueva ley. El principal motivo es que una disposición transitoria tiene como objeto facilitar el tránsito desde la normativa anterior a la norma que contiene dicha disposición. Así pues, no es una norma a futuro, que pueda afectar a leyes publicadas con posterioridad (un par de buenas explicaciones se pueden leer en este artículo de Norberto Javier de la Mata y en el ya citado de Eduardo Ramón Ribas).

La ley del «Solo sí es sí» podía haber incluido su propia disposición transitoria al respecto, pero no lo hizo. Y hay, además, otra cuestión: es dudoso que eso hubiera bastado para impedir la aplicación retroactiva de las rebajas. ¿Por qué? Pues por una cuestión constitucional.

El problema constitucional

La obligación de aplicar la norma más beneficiosa para el reo es un principio de rango constitucional, por lo que no está nada claro que una simple disposición adicional pueda llevárselo por delante. De hecho, hay muchos juristas que se han pronunciado en ese sentido. Así hacía, por ejemplo, Manuel Cancio en el artículo antes citado, como también en este otro, en el que también opinan en la misma línea Norberto Javier de la Mata y Josep María Tamarit.

Pero el caso es que, por mucho que sea un tema debatido, es una cuestión que está pendiente todavía de resolver, porque no es algo sobre lo que el Tribunal Constitucional se haya pronunciado nunca. Y es que, por lo que parece, hasta ahora nadie ha recurrido ante él ninguna de las disposiciones transitorias de ese tipo. Confieso que, como ciudadano de a pie, es algo que me resulta desconcertante, porque estamos hablando de algo que afecta directamente a un derecho tan fundamental como es la libertad.

Nota final

No puedo terminar sin volver a insistir en que, puesto que no soy más que un ciudadano que intenta navegar en medio del ruido, estoy seguro de que he metido la pata en algo y agradeceré cualquier corrección o apunte que me ayude a comprender mejor la cuestión.

Se lo pido a otros ciudadanos de a pie, porque de la mayoría de los políticos poca ayuda espero.

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La lista de agradecimientos es larga pero obligada. Estos son los tuiteros que me han ayudado con mis dudas o de cuya labor de divulgación en Twitter me he beneficiado en esta ocasión: @ManuelMdeMiguel, @Ridliscot, @antesandres, @TeresaGarMig, @JudgeTheZipper, @RaqSG, @Er__Tato, @penasdecentes, @chemadepablo, @JUc3m, @CattanaJueza, @KidTerminator, @Towelsen1.

Si me he olvidado de mencionar a alguno, le pido dos cosas: que me perdone y que me lo recuerde.

Y también es obligado mencionar dónde me informé sobre cómo calcular la pena. Fue en estas dos páginas: Cómo calcular la pena inferior y superior en grado y Atenuante. Porque confieso que hasta ahora era algo de lo que no tenía ni idea. Sí, incluso menos que ahora.

Partidos y pluralidad política

Hay vida más allá de los militantes

Imagen de Anthony, vía Pixabay

Desde hace tiempo veo a gente que defiende una concepción bastante expansiva de la legitimidad del Parlamento y, en consecuencia, de sus funciones. El argumento es más o menos este:

1) El Parlamento es el representante legítimo de la voluntad popular.

2) Por lo tanto, es apropiado que el Parlamento intervenga en otras instituciones, haciendo un reparto por cuotas partidistas de las mismas, a fin de garantizar que reflejen adecuadamente la pluralidad ideológica de la sociedad.

Es lo que muchos defienden para el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional y algunos, incluso, para la cúpula de medios públicos como RTVE.

Dejando aparte cuestiones teóricas en las que no voy a entrar ahora, a mí es una argumentación que no me convence por dos motivos prácticos:

El primero, que ya expuse en otro artículo, es que creo que, para garantizar que los representantes ejercen lealmente su labor de representación, es necesario que estén sometidos a controles que ellos mismos no puedan controlar. Otorgar un poder excesivamente amplio a los representantes no suele funcionar muy bien para los representados. No somos ángeles.

Pero aquí me interesa hablar del segundo motivo:

Creo que es cierto que el Parlamento refleja la pluralidad de la sociedad, pero también creo que lo hace de una forma relativa y no absoluta, por lo que proceder a repartos de ciertos cargos por estrictas cuotas partidistas, más que a proteger la pluralidad, lo que lleva es a restringirla.

Para ilustrar lo que digo, es oportuno que nos vayamos un momento a la provincia de Segovia y revisemos los resultados en las elecciones generales de los últimos años:

En 2015 el PP obtuvo dos diputados y el PSOE, uno.

En 2016 el PP obtuvo dos diputados y el PSOE, uno

En abril de 2019 el PP obtuvo dos diputados y el PSOE, uno.

En noviembre de 2019, el PP obtuvo dos diputados y el PSOE, uno.

Confieso que no conozco a todos los segovianos, pero sospecho que estos no se dividen entre dos tercios que piensan que el PP es lo mejor que le ha ocurrido al mundo y un tercio que piensa que lo es el PSOE. Esos partidos tendrán votantes fervorosos, pero también habrá quienes los hayan votado con un cierto sentimiento de resignación, quienes hayan elegido a otros partidos y gente que no vota porque no se identifica lo suficiente con ningún partido como para hacerlo o porque ni tan siquiera se identifica con nuestro sistema político.

Eso, por supuesto, no resta ni un ápice de legitimidad a esos diputados para desempeñar las funciones que constitucionalmente les corresponden, pero creo que sí debilita bastante esa idea de que ponerse a repartir sistemáticamente los asientos de todo tipo de instituciones entre los militantes de ciertos partidos es la mejor forma de reflejar la pluralidad ideológica de la sociedad. No, no lo es, porque, la pluralidad en la sociedad es más amplia que en el Parlamento.

Y sí, por supuesto que tienen que oírse y tomarse en consideración las voces de los partidos (y, por Tutatis, no es que se los oiga poco), y sí, por supuesto que hay que asegurar que no haya partidos que, de forma torticera, consigan apropiarse de más espacio del que les corresponde. Pero eso no puede hacerse a costa de que no se oigan otras voces que las de quienes militan en ellos. Hay que dejar espacio a aquellos cuyos votos no se han visto reflejados en los resultados electorales, a aquellos que no han votado (que no son pocos) y también, y es muy importante, a aquellos que, por mucho que puedan votar a un partido, no se identifican sistemáticamente con todo lo que este defiende y están dispuestos a dar más peso en ciertos temas a los criterios profesionales, éticos, etc., que a los estrictamente partidistas.

Y es que pensar que la pluralidad se limita a los partidos es como creer que la opinión se limita a las consignas.

Bulos, democracia y… Miguel Lorente

Una reflexión sobre a quién otorgamos el estatus de experto

Imagen de rawpixel.com en Freepik

Una de las ventajas comparativas de las democracias con respecto a los regímenes totalitarios es que suelen tratar relativamente mejor la verdad. Y cuidar la verdad es útil, porque la verdad mantiene una relación directa tanto con la justicia como con el progreso.

Ahora bien, la palabra clave es relativamente. Y es que en las democracias también se miente y mucho.  Porque, aunque todo el mundo suele decir que está comprometido con la verdad, normalmente lo que eso quiere decir es que están comprometidos con la suya propia.

Otro hecho curioso es que, para que los bulos triunfen, no necesitan ser muy sofisticados; basta con tener un público fértil, algo que no suele ser difícil de encontrar. En un extremo de ese público van a estar los que tienen tal necesidad de creer que están dispuestos a tragarse cualquier cosa (por eso las religiones políticas tienen su propio repertorio de paseos sobre las aguas). En el otro, quienes carecen hasta tal punto de escrúpulos que no necesitan creer en absoluto para dar por buena una mentira si la ven útil.

Y en el medio… En el medio está gente a la que esas falsedades les incomodan, pero que no van a oponerse a ellas por toda una serie de consideraciones prácticas, a menudo muy miopes. Así, hay a quien le pesa el coste de reconocer errores, hay quien teme darle munición al «enemigo» y hay quien acaba siendo prisionero de los sentimientos de lealtad hacia quienes, por el motivo que sea, ve como amigos o compañeros. En definitiva, a todos nos cuesta muchos menos combatir los bulos que vienen del otro lado que los que crecen en la trinchera propia.           

El problema es que, precisamente, el hábitat natural de un bulo es la trinchera de quienes están predispuestos a creerlo y, por tanto, si vamos a tolerarlos ahí, poco estamos haciendo para erradicarlos. Combatir tiburones en el desierto no es combatir tiburones.

Pero dejemos ya de hablar en general y pasemos a hablar de un caso concreto, que nos servirá de ejemplo ilustrativo.

Historia de una cifra cuestionable

El pasado siete de noviembre Miguel Lorente publicó una tribuna en El País titulada «Sí va de hombres y de mujeres» (aquí la copia de la misma en su blog).

Recordemos que Miguel Lorente Acosta no es un don nadie. Fue delegado del Gobierno para la violencia de género, es profesor en la Universidad de Granada y muchos medios acuden a él en calidad de experto, a veces, precisamente, para desmontar bulos.

El artículo en cuestión versaba sobre filicidios y, en el tuit en el que el propio Lorente lo enlazaba, se recalcaba un dato: en el 68% de los casos el autor del filicidio era un hombre. Es una cifra impactante y una que pronto empezó a ser cuestionada porque a mucha gente no le encajaba.

Creo que el primero en señalar la forma poco ortodoxa en que se podía haber llegado a ella fue @bouenmatrix y aquí voy a seguir básicamente el camino abierto por él.

Veamos qué es lo que sucede:

Lorente decía haber hecho su cálculo analizando «los 10 últimos informes del Observatorio del CGPJ sobre las sentencias emitidas por homicidios dentro de la violencia de género y la violencia doméstica».

El problema es que, si uno va a la página del CGPJ que él mismo enlaza, esa serie no existe, porque los informes de ese periodo (en algunos de los cuales él mismo ha colaborado) ni tienen todos los mismos títulos ni recogen los mismos datos. Así, mientras que algunos de esos informes recogen tanto los filicidios en los que el autor principal fue un hombre como aquellos en los que fue una mujer, en otros casos solo se incluyen los filicidios en los que el autor principal fue un hombre.

Evidentemente, teniendo en cuenta esas diferencias, si sumas las cifras anuales para sacar una media, el resultado que obtienes tiene el rigor de una patata.

¿Fue eso lo que hizo Miguel Lorente? Es la impresión que da. Y si no, ¿qué datos concretos sumó y dividió para llegar a ese 68%?

En sus respuestas a las críticas, Lorente ha contestado a otras cuestiones, pero ha evitado aclarar esta cuestión fundamental. No respondió a las preguntas insistentes de los tuiteros y ni siquiera parece haber reaccionado a la publicación de un artículo que lo acusaba de haber cocinado la estadística. Nos deja, pues, con una cifra impactante, pero una que no parece dispuesto a facilitar que sea contrastada.

No se puede decir que sea un comportamiento muy transparente. Lo lógico, cuando un experto da datos y estos son cuestionados, no es callarse esperando que sean aceptados como artículo de fe, sino citar fuentes y explicar cómo se han hecho los cálculos, para que el que quiera pueda reproducirlos.

¿Pero va ese silencio a dañar el estatus de experto de Lorente y, por consiguiente, a tener como consecuencia que se le consulte menos?

Mi impresión es que no. Hace mucho tiempo que sigo su carrera y le he visto publicar bastantes veces artículos con argumentaciones falaces sin que eso haya mermado la valoración que se le otorga en algunos círculos. La triste realidad es que, demasiado a menudo, el criterio de un medio para considerar a alguien experto es que sea capaz de aportar datos verosímiles (que no necesariamente ciertos) que concuerden con la línea editorial y, en consecuencia, con los prejuicios del público diana. No se piden verdades; se piden argumentarios que vengan envueltos en una cierta aura de autoridad. Es más, a veces, lo mismo que hacen los medios lo hacen incluso algunas instituciones públicas de las que cabría esperar que no tuviesen otra línea editorial que el rigor. Desgraciadamente, no siempre es así.

Y Miguel Lorente cumple los requisitos para seguir satisfaciendo esas expectativas editoriales. Por lo tanto, sus artículos y opiniones seguirán siendo aplaudidos por unos, cuestionados por otros y, si este dato en concreto que he comentado estaba efectivamente cocinado, probablemente nunca se vea obligado a rectificarlo. No puede haber penitencia cuando nos movemos en un terreno en el que la falta de rigor no es pecado, sino mérito.

El debate sobre la «ley trans»

Cuando el diálogo es de sordos

«We Love Our Trans Community» – Twin Cities Pride Parade 2018
(Fotografía de Tony Webster (CC BY 2.0), via Wikimedia Commons)

Llevo un par de semanas siguiendo el debate sobre la «ley trans» en Twitter.

Empecemos con una nota positiva: cuando he pedido ayuda al respecto, ha habido tuiteros que han acudido en mi auxilio muy amablemente. Sin embargo, en general la cosa ha sido bastante más decepcionante.

Al seguir como mero espectador el flujo de opiniones, he podido leer unos pocos tuits en los que alguien exponía de forma argumentada su posición respecto a algún punto de la ley, pero la mayoría de los comentarios se podían englobar en tres categorías:

A) Acusaciones de que lo que se decía era falso.

B) Descalificaciones personales.

C) Referencias a la convocatoria o censura de actos.

Por lo demás, quienes están a favor de la ley solían mantener el foco en unos aspectos concretos (por ejemplo, las ventajas de facilitar el cambio de género en el Registro Civil), mientras que quienes están en contra lo mantenían en otros (por ejemplo, los peligros para la libertad de expresión de las sanciones administrativas), pero sin que apenas hubiese diálogo entre los primeros y los segundos, hasta el punto de que uno podía acabar teniendo la sensación de que estaban hablando de dos leyes diferentes.

Esto es terrible. Una cosa es que mantengamos discrepancias legítimas sobre los puntos más conflictivos de una ley y otra muy distinta que ni siquiera seamos capaces de articular el debate en torno a esos puntos, sino que el diálogo sea de sordos y, en consecuencia, la batalla se desplace al terreno de la desinformación, la descalificación personal y la censura.

Un debate público en el que no se intenta ganar por la fuerza del argumento, sino directamente por la fuerza, es un debate de porquería y dice muy poco sobre la calidad de nuestra democracia. Y estamos teniendo continuamente debates que son así.

¿Qué es un juez legítimo?

Sobre la relación entre legitimidad y función

Imaginemos que nos vemos envueltos en un asunto judicial en el que la razón está de nuestra parte. ¿Quién preferiríamos que decidiese sobre el caso?

a) Un juez elegido por votación popular.

b) Un juez en cuyo nombramiento han podido influir, de forma más o menos directa, los partidos políticos.

c) Un juez elegido por criterios de competencia profesional.

Yo lo tengo claro: elegiría al tercero, porque bien pudiera pasar que, aun teniendo razón, no fuese políticamente conveniente dármela o que, aun teniendo razón, yo fuese una persona universalmente detestada.

Ahora bien, ¿ese juez que yo prefiero sería legítimo? ¿Cuál debe ser el criterio para asignar cargos en una sociedad democrática?

Creo que, en términos generales, los criterios son dos: que la persona elegida tenga la capacitación adecuada y que haya sido elegida mediante un proceso justo.

Ahora bien, dado el enorme número de funciones que se dan en nuestras sociedades complejas, es razonable que lo que consideramos un proceso adecuado varíe dependiendo del caso. Para empezar, no es lo mismo elegir a alguien que debe desempeñar una función esencialmente representativa que a alguien que tiene que desempeñar una función técnica. Así, por ejemplo, parece apropiado designar por votación a un delegado de clase, pero no creo que a nadie en su sano juicio le pareciese buena idea que los pasajeros eligiesen por votación al piloto del avión, y eso a pesar de que el poder que este va a ejercer sobre ellos es muchísimo mayor que el del delegado sobre sus compañeros. Un buen proceso en el caso del piloto y otras profesiones técnicas es uno en el que no haya habido discriminaciones por motivos ajenos a la capacidad profesional; unas discriminaciones que son rechazables, en primer lugar, por una cuestión de justicia, y, en segundo lugar, porque eliminarlas es la mejor forma de asegurarse de que se va a elegir a la persona más competente.

Hay quien señala, sin embargo, que no es lo mismo el caso de los pilotos, cirujanos, etc., que el de los jueces y magistrados, puesto que estos últimos ejercen un poder del Estado. Y sí, es cierto, el Judicial es uno de los poderes del Estado. Ahora bien, es un poder que tiene unas características particulares.

En primer lugar, el control que ejerce sobre los otros poderes no es político, como el que ejerce el Legislativo sobre el Ejecutivo, sino de legalidad y, por tanto, poco dado a la negociación y el compromiso.

En segundo lugar, tanto en los casos que afectan a los otros poderes como en aquellos en los que resuelve otro tipo de conflictos, esperamos de él decisiones técnicas y no políticas.

Y, en tercer lugar, tiene un carácter contra mayoritario, puesto que tiene que ser capaz de darle la razón a minorías e incluso a individuos aislados cuando la tienen.

Y creo que es razonable pensar que va a ser más difícil que pueda cumplir adecuadamente esas funciones de control de los otros poderes y de defensa los derechos minoritarios si los mecanismos de selección y promoción del Poder Judicial tienden a alinearlo con las mayorías.

Hay, sin embargo, quien señala el riesgo de que la judicatura tenga sus propios sesgos, ya sean ideológicos o de clase, y sus propios intereses corporativos. En definitiva, denuncian el riesgo de que la política con mayúscula sea sustituida por otra escrita con letra más pequeña y quizá más mezquina. Es una preocupación lícita y una que hay que atender. Pero la solución a unos posibles sesgos no es sustituirlos por otros más ciertos. Si realmente queremos que quienes lleguen arriba sean los mejores profesionales, no podemos ligar la promoción a criterios políticos; si queremos decisiones independientes, no podemos introducir incentivos para complacer a las mayorías, ya sean sociales o electorales.

Así pues, lo dicho: yo, si alguna vez me veo envuelto en un asunto judicial y tengo razón, prefiero un juez profesional e independiente. Otro gallo cantaría, sin embargo, si tengo algo menos de razón y, en cambio, más amigos.

Las palabras no son adoquines

En defensa de la flexibilidad del lenguaje

Imagen de Alexander K vía Pixabay

El lenguaje matemático es extremadamente preciso y, sin embargo, hay veces en que admitimos que es bueno que incluso los términos matemáticos tengan cierta flexibilidad. Así, en algunos contextos, 7,48 puede significar 7,4800, pero también 7,4803 o incluso 7,4791. Son contextos en los que hemos decidido que lo útil es que la concisión le gane la batalla a la precisión.

Y, si eso ocurre con el lenguaje matemático, todavía mucho más con esa otra lengua que estoy utilizando ahora mismo. Incluso los hablantes muy competentes no suelen utilizar más allá de un par de decenas de miles de palabras. Por eso, si con ellas queremos poder referirnos a todo lo que somos capaces de concebir, lo que existe y lo que no, necesitamos que los términos sean enormemente flexibles; necesitamos, por ejemplo, que casa no signifique lo mismo en Ardieron dos casas que en El Atlético juega en casa.

Pero, dada esa flexibilidad, para que la comunicación funcione es necesario que se cumplan dos condiciones:

La primera es que tengamos el mínimo de inteligencia necesario para percibir que el significado de una palabra depende del contexto.

La segunda es que seamos lo suficientemente caritativos para atribuirle a las palabras de los otros el significado más lógico en cada contexto.

Desgraciadamente, cuando se trata de debatir temas controvertidos, a menudo nos calentamos, nos aceleramos y nos volvemos simples y dogmáticos, con lo que acabamos atribuyéndole a las palabras la misma flexibilidad que tienen los adoquines. Y eso acarrea varias consecuencias negativas.

La primera es que muchos debates se convierten en diálogos de sordos. Quienes intervenimos en ellos estamos manejando definiciones distintas de los mismos términos, pero pensando que estamos hablando de lo mismo y que el otro es idiota.

La segunda es que hay quien aprovecha esa polisemia para introducir la falacia del hombre de paja, atribuyéndole a las palabras del otro el significado que más le conviene para poder atacarlo. Ahí la caridad se va por la ventana.

Y la tercera es que, incluso sin mala intención, muchas veces los debates se deslizan pendiente abajo desde el nivel de las ideas al nivel de las palabras. La discusión degenera entonces en una especie de juego de la cuerda, en el que se está tirando para imponer una definición de un término como la única válida, creyendo que esa es la forma de ganar el debate. Sobran ejemplos, de los que aquí voy a citar dos.

El primero es esa batalla absurda que está teniendo lugar ahora mismo en torno a la palabra mujer. No deja de ser paradójico que, en un momento en que se está aceptando que sexo biológico y género no son necesariamente lo mismo, haya quienes pretendan que solo puede haber una única definición del término mujer, la suya. No tiene ningún sentido.

Y es que, de la misma forma que aceptamos con naturalidad que la palabra portería no significa lo mismo cuando hablamos de un edificio residencial que cuando hablamos de un campo de fútbol, es perfectamente posible aceptar que mujer no tiene por qué significar lo mismo cuando nos movemos en el plano de la biología que cuando lo hacemos en el de la identidad social. De hecho, ahora mismo ya aceptamos que mujer a veces se usa para referirse específicamente a las mujeres casadas (Pedro vino con su mujer) y otras no, o que el término a veces se expande para incluir a las niñas (En Afganistán las mujeres están muy discriminadas), mientras que otras veces se refiere exclusivamente a las adultas. Así pues, el término es polisémico y, como tal, no es propiedad exclusiva de ningún colectivo.

El segundo ejemplo es un clásico del que ya he hablado varias veces: cuando alguien pretende que en un campo técnico se maneje la definición de un término de la RAE, algo que suele suceder más en el caso del derecho que en el de otras disciplinas. En ese sentido, recuerdo incluso las ironías de un reputado politólogo al que no le había gustado que las definiciones que manejaban los tribunales se hubiesen alejado de las del diccionario.

Bueno, francamente, solo faltaría; solo faltaría que, en un campo especializado, la máxima autoridad para precisar la definición de un término fuese la Academia de la Lengua y no los especialistas en ese campo. Pretender que en un juzgado la definición válida de términos como intimidación o robo sea la de la RAE y no la que desarrollan los legisladores y juristas es tan absurdo como lo sería pretender que la definición de conciencia del diccionario tuviese más peso que las que van proponiendo los filósofos y neurobiólogos que se dedican a investigarla. Quien va por ese camino de pretender convertir el diccionario en el árbitro supremo demuestra no saber qué es un diccionario y para qué sirve. Desde luego, no es para atar en corto a los especialistas.

Justo es decir, sin embargo, que a veces se da el fenómeno contrario y hay algún especialista que pretende que las definiciones que se manejan en su campo concreto se conviertan en ley universal y, en consecuencia, sean aceptadas como las únicas válidas tanto por los especialistas de otros campos como por quienes están empleando la palabra de forma coloquial. Otro error; otra forma de empobrecer el lenguaje.

En resumen, si realmente queremos tener debates productivos, debates que se muevan con agilidad entre el plano de la realidad y el de los conceptos, necesitamos no quedarnos atrapados en esas bisagras intermedias que son las palabras. Y por eso yo voy a seguir insistiendo una y otra vez en recordar que estas son y tienen que ser vistas como instrumentos flexibles. Porque, cuando pretendemos hacerlas demasiado rígidas, dejan de ser vehículos para la comunicación y se convierten en barrotes.

Y que conste que sé que no es fácil recordarlo, porque yo mismo, que tanto insisto en esto, a menudo me pierdo en ellas.

Cinco quejas de un enfermo crónico y un agradecimiento

Vagando con muletas por los pasillos del sistema

«crutches», imagen cortesía de wpclipart.com, (vía snappygoat.com)

Cada uno tiene el lote de suerte que le toca. Y yo en general he tenido mucha, con la excepción de la salud: soy un enfermo crónico desde niño.

Lidiar con las enfermedades cansa, pero, si estas se mantienen dentro de unos límites, es algo que aprendes a hacer. Ahora bien, lo que realmente quema es cuando tienes la sensación de que hay fallos absurdos que empeoran las cosas sin necesidad. Y es de algunos de esos fallos de los que quiero hablar en este artículo, tres de los cuales tienen que ver con la deficiente manera en que nuestros sistemas manejan la información.

La información 1: el feedback

Lo he vivido y lo he visto: un médico te hace un diagnóstico o te da un tratamiento equivocado. Por el motivo que sea, acabas en manos de otro médico más especializado o actualizado, que incluso puede llegar a señalar que el tratamiento que te habían dado era contraproducente.

Bien, pues parece que lo lógico sería que esa información viajase hacia atrás hasta su compañero para que la tenga en cuenta en ocasiones futuras. Pero la sensación es que muchas veces la información solo viaja con el paciente y, si este no regresa al primer médico, ese proceso de feedback no se da. Por consiguiente, el que venga detrás de ti tiene bastantes posibilidades de volver a sufrir los mismos errores.

La información 2: la falta de sistematicidad

Cuando me compré él último microondas, recibí un manual en varios idiomas. La sección en español era de veinticinco páginas, que me explicaban desde el funcionamiento hasta las características técnicas.

Cuando hace unos años me pusieron una prótesis de cadera, recibí unas cuantas instrucciones orales muy básicas y una hoja en la que constaba simplemente el nombre del modelo.

Habrá quien piense que, realmente, no necesitas mucho más porque la cadera no tiene botones que tengas que manipular y es a los profesionales sanitarios a quienes les corresponde hacer el seguimiento. Pero esto no es exactamente así. No es lo mismo una buena recuperación después de operarte que una mala. Y la duración a largo plazo de la prótesis va a depender mucho del estilo de vida del paciente y de las precauciones que tome frente a las infecciones.

Si un microondas se estropea por mal uso, sustituirlo es barato. Una operación de reemplazo de prótesis de cadera tiene un coste muchísimo mayor, tanto a nivel personal como económico, y tanto para la persona afectada como para el sistema sanitario. De entregarme un manual detallado, yo hubiera preferido antes uno que me enseñase a cuidar la prótesis y los tejidos circundantes que uno que me enseñase a cuidar un microondas de 150 euros.

Y no es solo el caso de la cadera. En general, me ha pasado lo mismo con todas las enfermedades que tengo: informarte es algo que vas haciendo a retazos, a lo largo de los años y bebiendo de distintas fuentes, desde los médicos hasta conocidos que han pasado por lo mismo. Juntando todas esas piezas, a veces contradictorias, vas intentando completar el puzle, pero es muy difícil obtener de buenas a primeras una información sistemática, fiable y bien organizada, en parte porque las mejor presentadas suelen estar al servicio de intereses comerciales. Solo recuerdo una vez en que, junto al diagnóstico, me dieron una guía impresa que trataba los aspectos básicos de mi enfermedad. La agradecí muchísimo, incluso aunque estaba mucho peor editada que los folletos gratuitos que te dan en cualquier oficina turística.

La información 3: el limbo

—Entrega esto abajo y diles que te den cita para dentro de unas tres semanas —dijo el médico.

Y, efectivamente, cuando llegué a la ventanilla, tuve buen cuidado de enfatizar lo de las tres semanas. Ahora bien, el doctor también me había dado un volante para una prueba diagnóstica que tenía que hacerme antes de volver a consulta. Han pasado casi dos meses desde entonces y todavía no me han avisado para dicha prueba. Hace un par de semanas presenté una queja, a ver si había suerte, pero la única respuesta que he recibido hasta el momento es que mi queja ha quedado registrada.

No puedo moverme sin muletas, no puedo conducir, tengo a mi mujer esclavizada y cada vez más dolor. Por eso he decidido hacerme la prueba por mi cuenta, con la esperanza de que eso sirva para acelerarlo todo. Incluso estoy considerando la posibilidad de operarme en una clínica privada. Porque, frente al coste económico y el de renunciar a unos cirujanos en los que confío, está el coste de continuar dolorido e incapacitado.

Sin embargo, para poder decidirme me falta un dato fundamental: necesitaría tener alguna referencia de cuánto más puede demorarse esto. Pero no la tengo; ni siquiera sé cuál es exactamente el cuello de botella que me mantiene en espera. Puede que sea la prueba, puede que sea el médico que tenía que verme en tres semanas, puede que sea otro especialista cuya cita me han cancelado, puede que sea la disponibilidad de camas en el hospital.

El problema no es que el calendario ahora mismo sea flexible, lo que me parecería lógico. El problema es que no tengo nada mínimamente parecido a un calendario. De nuevo la información que he recibido es fragmentaria, inconsistente e incluso contradictoria. Y la sensación es que tendré que buscarme la vida y empezar a llamar de puerta en puerta para intentar conseguir algo que el sistema no me da de forma espontánea.

Los impuestos

Soy un defensor de la sanidad pública y, con ella, de los impuestos que la financian.

Ahora bien, hace poco di un paseo con un amigo y, puesto que él trabaja en la autonomía y tiene por consiguiente un asiento en primera fila, aproveché para preguntarle su opinión sobre cómo se gastaban los fondos.

Se puso rabioso. Me habló del uso de los contratos de menor cuantía para beneficiar a amigos; de políticas erráticas, improvisadas y caprichosas en las que se tiraba el dinero de mala manera; del uso de la publicidad institucional para comprar a la prensa… Y a mí, que me iba balanceando con mis muletas, la cosa no me hacía ninguna gracia.

Una última queja mezclada con un agradecimiento: el personal y el sistema

En todo conjunto de personas hay excepciones, pero, tras pasar varias semanas ingresado en un hospital público, he quedado muy agradecido al personal de todas las categorías, un agradecimiento que está mezclado con una buena dosis de admiración. Creo que la mayoría de los que cuidaron de mí eran buenos profesionales y muy amables. Y me parece que eso hace todavía más absurdos los fallos del sistema.

Los automóviles que tenemos hoy en día no son máquinas magníficas tan solo porque tengan buenas piezas, sino también porque estas están integradas formando sistemas bien organizados. Sin embargo, creo que algunos de nuestros sistemas públicos —la sanidad, la educación, la justicia, etc.—, tienen buenas piezas engarzadas de forma deficiente. Y creo que eso es, en primer lugar, una forma de maltratar a las piezas más importantes, los trabajadores, y, en segundo lugar, un enorme desperdicio.

No puedo sino recordar a mi cirujano, un muy buen profesional, que se me quejaba de que los recortes de personal lo obligaban a dedicar cada vez más tiempo a labores administrativas. Es decir, formamos a un cirujano para que se frustre peleando con un programa de ordenador que ni siquiera va bien.

Y yo, mientras tanto, de baja laboral.

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