
Cuando tenía dieciséis años me leí las obras completas de Kafka (que me gustaron mucho), y ya, con la carrerilla que llevaba, me leí a continuación el Ulises de James Joyce (que me gustó bastante menos).
Hay ladrillos que solo puedes digerir cuando eres muy joven, en esa edad en que combinas la avidez por aprender con la inocencia, y en la que, si te aburres miserablemente viendo la última película polaca aclamada por la crítica, piensas que es culpa tuya porque todavía no te has arado lo suficiente. Afortunadamente, esa docilidad ante la pedantería es un mal propio de la adolescencia, del que la mayoría de nosotros nos acabamos curando. Y no es que de adulto dejes de consumir mierdas, pero consumes mierdas sin pretensiones intelectuales, y lo haces cuando necesitas desconectar el cerebro, no en los momentos en que este está funcionando a pleno rendimiento.
Y sí, ya sé que muchos consideran el Ulises una obra cumbre de la literatura universal. A mí me pareció y me sigue pareciendo un tostón. No soy muy amigo del virtuosismo y la experimentación cuando estas se miran el ombligo, y leer un montón de páginas sin puntos y comas no me enamora.
Ahora bien, que me haya vuelto algo más intolerante no significa que me haya dejado de gustar aprender. Por eso, el año pasado decidí volver a entrar en una universidad, esta vez en la UNED, y la experiencia fue buena. En concreto, disfruté mucho la asignatura «Teoría del Estado constitucional y constitucionalismo histórico español», cuyos dos manuales, ambos del profesor Torres del Moral, me parecieron muy interesantes.
Este año, en cambio, no he tenido tanta suerte. En el primer cuatrimestre cursé una asignatura que ya no me entusiasmó, pero la debacle ha venido ahora, con la que decidí preparar para la segunda parte del curso.
Cuando me llegó a casa el manual, hace ya tiempo, lo abrí con interés. Pero en cuanto empecé a leer fue como reencontrarme con James Joyce; un Joyce con comas, es cierto, pero sin puntos. En el cuarto párrafo del libro tuve que recorrer más de veinte líneas hasta llegar al primer punto y seguido, salvando por el camino más de quince verbos, treinta preposiciones, cincuenta determinantes y cuarenta adjetivos. No es ya que yo me perdiera leyéndolo, es que la sensación era que el propio autor también se había extraviado, y que, cuando por fin se detuvo, no fue porque hubiese llegado adonde quería ir, sino simplemente porque se había quedado sin aliento y necesitaba coger aire antes de lanzarse de nuevo.
Y, como yo también había quedado agotado, decidí aparcar el libro una temporada, con la esperanza de encontrarlo un poco más legible cuando regresase a él. Pero no. Como era previsible, cuando lo retomé hace unas semanas descubrí que ese tiempo de maduración no había conseguido ablandar la parrafada; y que tampoco ayudaba nada saltársela, porque el resto no era mucho mejor.
Así, aunque en otros casos los párrafos eran cortos y estaban bien puntuados, me resultaban absolutamente incomprensibles. Los leía una, dos, tres veces, buscando ese momento de iluminación que al final solía aparecer cuando peleabas con una traducción particularmente difícil de latín. Pero, si en el bachillerato, tras un duro combate, por fin conseguías captar la idea que Cicerón había dejado en el texto, aquí la sensación era que el autor se había dejado la idea olvidada fuera del texto.
Luego había apartados enteros que tenían ese aire anárquico de las reuniones de vecinos, en las que los participantes saltan adelante y atrás por los puntos del orden del día, quejándose de los buzones cuando estás con el tejado y del tejado cuando estás con los buzones.
Llegó un momento en que, como el libro me oscurecía más que me aclaraba un punto concreto, busqué información en Internet, solo para descubrir que algunos de esos párrafos ilegibles, en teoría escritos por una de las autoras del manual, eran copias de un artículo de otro de los autores del manual, pero copias tan literales que conservaban incluso las mismas erratas sin corregir.
Ahí fue cuando decidí tirar la toalla. A estas alturas yo estudio por placer, no para graduarme, y tengo demasiados libros pendientes como para empecinarme en vadear pegamento, por usar la frase con que Lord Tennyson describía la experiencia de leer a Ben Jonson.
Confieso que he estado tentado de citar aquí algunos de esos párrafos del dichoso manual para que el lector pudiese juzgar por sí mismo, pero al final decidí no hacerlo, porque no me parecía justo poner en la picota a ningún profesor en concreto. En este libro están muy mal escritos apartados de distintos autores, y lo mismo pasa en otros manuales de la UNED a los que he tenido acceso. Así pues, creo que no estamos ante un problema personal sino institucional. Lo cuestionable aquí son los criterios que llevan a una universidad a decidir que es admisible producir textos de pésima calidad, así como el proceso editorial que permite que se publiquen libros que conservan fallos clamorosos edición tras edición.
Y sí, es cierto que en los programas tienen buen cuidado de indicarte que eres libre para preparar las asignaturas manejando otros textos, pero, dejando aparte que eso no es excusa para publicar algo malo, lo cierto es que tanto el programa como los exámenes suelen estar hechos a la medida de un libro concreto. Si este es bueno, estupendo. Pero si no, te están poniendo delante una pared y pidiéndote que la escales.
Eso es muy triste. La función de una institución educativa debería ser ayudar y orientar a los alumnos, no ponerles las cosas difíciles. No hacerles perder miserablemente el tiempo. No tratarlos como a un público cautivo.
Y lo siento, sobre todo, por quienes no están ahí por placer sino por necesidad. Creo que se merecen algo mejor. Creo que se merecen un mínimo de respeto.
