Civilizados, pero no mucho

Sobre derechos y tribus

«Peace», Westonmr, Public domain, via Wikimedia Com

Los humanos somos seres tribales. Dadnos algo en torno a lo que agruparnos —un equipo de fútbol, un partido político, una bandera— y lo haremos. Y no necesitamos siquiera algo con mucha entidad: un experimento demostró que bastaba con hacerle creer a un grupo de adolescentes que unos mostraban más afinidad con Paul Klee y otros con Wassily Kandinsky para que empezaran a mostrar sesgos de grupo y a favorecer a «los suyos».

Pero, afortunadamente, los humanos tenemos otra característica: somos capaces de desarrollar civilizaciones. Y hay dos ideas de nuestra civilización actual que me gustaría mencionar aquí:

La primera es la de que hay una serie de derechos que lo son del individuo en tanto tal y no en función de su pertenencia a un grupo, ya sea este una casta, un estamento, una raza, un género, una confesión religiosa o cualquier otro. Es cierto que no es una idea que hayamos conseguido nunca implementar de forma perfecta, pero no por eso deja de ser una gran idea.

La segunda es la de que hay un núcleo básico de derechos del que no debemos privar a nadie nunca, por muy mal que se haya comportado el grupo en el que lo encuadramos, o incluso por muy mala persona que haya demostrado ser él mismo. Otra gran idea.

Sin embargo, la civilización no es sino una fina capa de barniz sobre una vieja especie. Cuando le damos un golpe, a menudo salta con facilidad, y, en el caso de algunos, parece no haber penetrado ni tan siquiera un milímetro.

Un ejemplo de esto nos lo ofrecen las dificultades que mucha gente (incluyendo a cargos políticos1) tiene para aceptar todas las implicaciones del derecho de defensa. Sí, vale; están dispuestos a aceptarlo como una bonita teoría, pero, en cuanto se trata de lidiar con el sucio caso concreto, prefieren la versión descafeinada. Así, les parece sospechoso o incluso inmoral que alguien pueda asumir voluntariamente la defensa de un criminal repugnante y, en cualquier caso, consideran que lo apropiado sería que quien finalmente la asuma lo haga con un cierto desapego: nada de pelear las pelotas sobre la línea; nada de poner en peligro la condena. Si el criminal es realmente perverso, a lo único que tiene derecho es a una defensa amansada. Al fin y al cabo, la verdadera función del juzgado no es otra que la de ratificar la condena ya socialmente impuesta, y quien actúe en contra de eso se está poniendo del lado del mal.

Y otro ejemplo de lo superficial de nuestro proceso civilizatorio nos lo han ofrecido estos días algunas reacciones a las atrocidades cometidas por Hamás. Cuando ya se sabía que muchos civiles, incluyendo niños, habían sido asesinados o tomados como rehenes, cuando ya se habían visto las imágenes de los atacantes exhibiendo cuerpos, pateándolos o escupiendo sobre ellos, ha habido partidos y dirigentes políticos que han considerado que lo oportuno era salir a dejar claro que ellos iban con los palestinos2. Ojo, no con los derechos humanos, no con todas las víctimas, sino específicamente con los palestinos y sus derechos, como quien dice que va con el Barcelona o el Real Madrid en un torneo. Y frente a ellos (aunque en ese caso yo al menos no he visto tanto a cargos representativos como a ciudadanos de a pie), quienes animaban a Israel a asolar Gaza, porque querían la victoria total para el otro equipo.

Y sí, es cierto: yo también creo que hay situaciones en las que hay que tomar partido, pero lo que no creo es que eso signifique que haya que elegir bando. Porque, si queremos ser civilizados, por lo que hay que tomar partido siempre es por los derechos. Y, si lo hacemos así, la mayor parte de las veces nos encontraremos automáticamente del lado del más civilizado de los bandos. Además, tiraremos de él hacia arriba, aunque solo sea un milímetro. Pero, si en vez de posicionarnos a favor de los derechos, nuestra prioridad es elegir bando, grupo, tribu, es fácil que acabemos justificando lo injustificable o, al menos, cerrando los ojos y fingiendo no oír esa parte de dolor que nos incomoda porque no encaja en nuestra división maniquea del mundo.

Por eso, dejadme que insista en lo que ya indiqué en otro artículo: yo no soy equidistante. Entre civilización y barbarie, por supuesto que tomo partido. Otra cosa es que a menudo me pueda equivocar, pero mi apuesta es por la civilización, por los derechos frente a las tribus.

Y para mí civilización es que, en un proceso penal, todas las partes —fiscales, jueces, abogados— intenten hacer un trabajo lo más profesional posible, para así tener un juicio con todas las garantías.

Para mí civilización es que un criminal pueda ser condenado; pero también que ese mismo criminal pueda denunciar al Estado si este viola en algún momento sus derechos.

Para mí civilización es criticar que Israel haya practicado la tortura de forma sistemática, criticar su política de asentamientos ilegales o que sus represalias sean a menudo brutales e indiscriminadas.

Pero para mí civilización también era este siete de octubre solidarizarse con las personas ejecutadas a sangre fría por Hamás, con los secuestrados y con sus familias. Y no salir justo en ese momento a dejar claro que tus colores eran los del otro equipo, del equipo cuyas banderas estaban luciendo orgullosos los verdugos.

De verdad que me gustaría que muchos de nuestros políticos demostrasen que están comprometidos antes con los derechos que con los bandos. Pero va a ser que no; ni tan siquiera cuando lo que vemos exhibir impúdicamente, como si fueran trofeos, son cadáveres de gente inocente. En definitiva, cuando lo que estamos viendo en directo es la barbarie.

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1 Enlazo aquí un par de ejemplos de declaraciones desafortunadas que muestran lo poco que entienden o quieren entender el derecho de defensa algunos de nuestros políticos: unas de la secretaria de Estado Ángela Rodríguez y otras del exsenador Ramón Espinar.

2 Un tuit que tuvo particular repercusión fue este de la diputada Tesh Sidi, de Sumar, en el que el mismo día 7 de octubre afirmaba «Hoy y siempre con palestina», pero estuvo lejos de ser el único en ese sentido. Sobran ejemplos, como este o este.

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