Sobre la libertad de expresión en la universidad

Cuando las ideologías se imponen a las ideas

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Este mes de septiembre ha habido una fuerte polémica sobre los límites de la libertad de expresión en la universidad, como consecuencia de unas jornadas sobre «trabajo sexual» que iban a tener lugar en la Universidade da Coruña y que finalmente fueron canceladas.

En este artículo me gustaría compartir ciertas reflexiones al respecto.

La libertad de expresión en la sociedad en general

No existe ninguna sociedad humana sin un sistema moral, que, en las sociedades modernas, se refleja a su vez en su sistema legal. Ahora bien, mientras en las sociedades autoritarias dichos sistemas tienden a ser muy rígidos, en las democráticas tienen un grado mucho mayor de flexibilidad.

Esto se debe a que en democracia se aceptan la pluralidad y la discrepancia. Al mismo tiempo que puede haber un consenso general sobre que determinadas prácticas son inaceptables (la violación de niños, por ejemplo), se asume que va a haber otras (como el consumo de animales) que una parte de la ciudadanía va a ver como profundamente inmorales, mientras que otros las van a considerar perfectamente aceptables. Vivir en democracia implica aceptar esa tensión.

Y, si hay una cierta amplitud para aquello que se puede hacer, la tiene que haber aún mayor para aquello de lo que se puede hablar. Especialmente, puesto que la moralidad y la legalidad no están fijadas, sino que evolucionan, y sería imposible, por ejemplo, legalizar algo si no podemos debatir sobre ello cuando todavía es ilegal.

La libertad de expresión en la universidad

Las universidades forman parte de la sociedad, pero su naturaleza como instituciones dedicadas a la ampliación del conocimiento hace que su relación con la libertad de expresión tenga características particulares.

Y, para analizar esas particularidades, es útil señalar qué tipos de discrepancias pueden darse en un debate, puesto que estas pueden presentarse en varios niveles distintos. Así, junto a las discrepancias morales (qué está bien y qué esta mal), puede haber discrepancias también en el plano de la verdad (qué es cierto y qué es falso), en el estético (qué es hermoso y qué es feo), etc., hasta llegar finalmente a esa mezcla poliédrica que es el plano político.

En principio, puesto que confrontar ideas es imprescindible para hacer avanzar el conocimiento, interesa que en las universidades haya cuanto más debate mejor y alentar las discrepancias en todos los planos. Ahora bien, ese compromiso con el conocimiento hace que, cuando nos movemos en el plano de la verdad, las universidades necesiten aplicar unos estándares más rigurosos y, en cierto sentido, más estrechos que la sociedad en general. Así, las universidades tienen que decantarse sin dudar por la lógica frente a la irracionalidad, por la prueba frente a la fe y por el razonamiento frente a la emoción. En otras palabras, la universidad tiene que ser hostil a la charlatanería, y por eso las pseudociencias y el pensamiento mágico no pueden tener espacio en ella más que como objetos de estudio.

Pero, por el contrario, en los otros planos (el moral, el político, el estético, etc.), la universidad, como institución de conocimiento, debe tener una manga mucho más ancha que el resto de la sociedad. De la misma forma que aceptamos que en las facultades se hagan cosas con los cadáveres que serían inaceptables en otros lugares, o que se manejen sustancias químicas peligrosas y productos radiactivos, hay que aceptar que se manipulen también ideas, incluso las «peligrosas», con más libertad de lo que se hace habitualmente.

Ahora bien, ¿hasta dónde debe llegar esa amplitud? Confieso que soy bastante radical al respecto. Creo que, aunque solo sea como simple ejercicio intelectual, es útil estar dispuesto a llevar cualquier idea hasta el extremo. En ese sentido, me parece interesante la opinión del profesor Ian Shapiro, de la Universidad de Yale, que en un curso¹ clasificaba a los filósofos Jeremy Bentham, Karl Marx y Robert Nozick como extremistas útiles, precisamente por esa disposición a empujar las ideas todo el camino hasta sus últimas consecuencias.

Al fin y al cabo, en la mayoría de los campos el conocimiento se amplía precisamente cuando se exploran las situaciones límite.

Acepto, sin embargo, que también hay argumentos razonables para defender que incluso en la universidad puede ser a veces necesario poner límites a la libertad de expresión. Ahora bien, lo que me parece absurdo es que, por consideraciones morales o políticas, se pretenda que esos límites puedan ser más estrechos que fuera de la universidad. Creo que cualquier postura que se puede defender en un artículo de opinión tiene que poder exponerse en una facultad. Las prohibiciones tienen que ser excepcionales y, en caso de duda, la opción por defecto tiene que ser permitir que se expongan las ideas, incluso cuando estas choquen con las opiniones de la mayoría. El campo del conocimiento es un terreno en el que nunca ha sido buena idea darle el poder de veto a ningún grupo, por mayoritario o militante que sea.

Y quienes no aceptan esto, quienes prefieren cerrar los debates por el expeditivo método de no permitir siquiera que se produzcan, están permitiendo que las ideologías, entendidas como bloques rígidos de dogmas, roben el espacio que las ideas necesitan para enfrentarse y perfilarse, y en ese sentido están traicionando todo lo que la universidad representa.

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¹ Ian Shapiro, «Moral Foundations of Politics», Coursera.

(Este texto ha sido objeto de alguna corrección menor en febrero de 2020 y septiembre de 2022).

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