6 motivos por los que digo «Sangenjo» y no «Sanxenxo»

Una reflexión filológica

«El Atlante», de Francisco Leiro. Fotografía de Lmbuga, (licencia CC BY 3.0).

1- El fonema /ʃ/ no existe en castellano

Las distintas lenguas tienen distintos sistemas fonológicos. En castellano no existe el sonido /ʃ/, que es el que representa la x en la palabra Sanxenxo. Por su parte, en gallego (menos en las zonas con gheada) no existe el fonema /x/, que es el que representa la j de Jerez. Por eso los castellanoparlantes decimos Sangenjo en vez de Sanxenxo, mientras que quienes hablan en gallego dicen Xerez da Fronteira en vez de Jerez de la Frontera. Que una lengua adapte los topónimos ajenos a su propio sistema fonológico es lo usual.

2- La grafía Sangenjo no es franquista

Las grafías Sangenjo y Sanjenjo no fueron ninguna imposición de Franco; aparecen en documentos y mapas antiguos. Y se podrá discutir todo lo que se quiera sobre cómo se pronunciaban originalmente esas palabras, pero la evolución del gallego y el castellano llevó a muchos otros vocablos a hacer los mismos recorridos que Sanxenxo y Sangenjo, tanto en lo que se refiere a la grafía como a la pronunciación: Xapón, Japón; xabaril, jabalí; xota, jota; xamón, jamón; etc.

No estamos, pues, ante ninguna anomalía.

3- La evolución de las lenguas es caprichosa

Hay quien dice que lo lógico, en español, sería decir San Ginés y no Sangenjo, porque ese es el santo al que se refiere el topónimo gallego.

Y sí, es muy razonable. Pero la realidad es las lenguas no evolucionan de forma razonable y predecible, sino espontánea y caprichosa. Más que reglas rígidas, siguen pautas con un gran número de excepciones.

Un buen ejemplo de esa evolución caprichosa nos lo da Lucus Augusti. Ese nombre no evolucionó para darnos en gallego Lugar de Augusto o simplemente Lugar, sino que se deformó para convertirse en Lugo, que, al igual que Sangenjo, no significa nada. Y como ese ejemplo, cientos.

4- Los hablantes de una lengua no son quiénes para decirle a otros como tienen que hablar la suya

Tan absurdo es que un gallego le exija a un castellanoparlante que diga y escriba Xanxenxo como lo sería que un castellano le exigiese a un gallegoparlante que dijese y escribiese Jerez, o que un inglés viniese a decirnos a todos que deberíamos usar siempre la palabra London.

5- No, las autoridades tampoco son quiénes para decir cómo tenemos que hablar

La lengua no es patrimonio del Estado, sino de los hablantes. Por eso, cada vez que un político pretende decirnos cómo tenemos que hablar, se está extralimitando. La libertad de expresión no se limita a lo que decimos, sino que incluye cómo nos expresamos.

Y por eso incluso la RAE, que sabe mucho más sobre el idioma que cualquier político, lo que normalmente hace son recomendaciones, pero no aspira a obligar a nadie a seguirlas.

6- La libertad del hablante

En definitiva, los hablantes somos libres y, por eso mismo, el castellanoparlante que quiera empezar a usar Sanxenxo puede hacerlo, y ojalá sea capaz de pronunciarlo bien. Pero la libertad se acaba cuando intentas imponerle un comportamiento a los demás, y yo, por mi parte, voy a seguir usando el topónimo que aprendí de niño, y que es el que me parece más coherente con el sistema fonológico del español.

____________________________________________

Este texto ha sufrido una pequeña modificación en abril de 2023.

The N-word

Cuando pronunciar una palabra te puede costar el empleo

Imagen de bertomic, vía Pixabay

Desde hace años, en Estados Unidos se ha vuelto muy problemático pronunciar la palabra nigger.

Sobran ejemplos, pero aquí voy a referirme a uno que me parece especialmente revelador.

En 2019 el periodista Donald McNeil Jr acompañó a Perú a un grupo de estudiantes en un viaje organizado por su periódico, The New York Times. Hay distintas versiones sobre lo que sucedió en esos días, pero hay al menos un hecho en el que coinciden todas: durante una conversación con una de las estudiantes, el periodista pronunció la palabra nigger, si bien él asegura que lo hizo cuando estaba pidiéndole una aclaración a la estudiante, que le había preguntado su opinión sobre otro caso en el que se había usado esa misma palabra.

Fuese como fuese, cuando en 2021 saltó la polémica, The New York Times consideró que esto era en sí suficiente para prescindir de sus servicios, puesto que no toleraban el uso de lenguaje racista con independencia de la intención.

Así pues, un periodista de gran prestigio, ganador de un Pulitzer, tuvo que dejar el periódico tras más de cuarenta años trabajando en el mismo.

Quienes defienden este tipo de despidos o dimisiones forzadas los suelen presentar como actos de justicia. Sin embargo, a mí hay una serie de factores por los que esa explicación me chirría, y mucho. Voy a examinar a continuación tres: la intención, el daño y la proporcionalidad.

La intención: normalmente la intención es algo que se suele considerar importante a la hora de hablar de justicia. Sin embargo, como dejó claro el periódico, la intención aquí era irrelevante; solo importaba el acto. Es de suponer, entonces, que estamos ante algún tipo de negligencia grave: se consideraba que el acto de pronunciar la palabra era dañino en sí mismo y que era obligación del periodista ser consciente de ello.

El daño: ahora bien, en este caso, ¿dónde está el daño?

Nigger se puede considerar un insulto racista, pero los insultos no son palabras mágicas que insultan por sí mismas, con independencia de la intención con que se usen. Así pues, si en este caso no había intención, no había insulto, y por tanto el daño no estaba ahí.

Más bien, lo que se suele argumentar en estos casos es que, debido a sus usos históricos, una palabra como nigger evoca recuerdos muy dolorosos en una parte de la comunidad. Ese sería el daño que causa.

Ahora bien, esa explicación presenta de nuevo varios problemas, de los que solo voy a mencionar dos.

El primero es que la lista de palabras y expresiones que pueden evocar recuerdos dolorosos es extremadamente larga. El dolor es una parte inevitable de la vida y, si tuviéramos que proscribir vocablos por su capacidad de evocarlo, perderíamos buena parte de nuestra capacidad para describir la realidad y, por tanto, para actuar sobre ella.

Es más, hay veces en que se ha decidido que lo moralmente correcto es justo lo contrario: no dejar que ciertas palabras caigan en el olvido. Cualquiera que esté en Twitter se encuentra de vez en cuando con los tuits del Auschwitz Memorial. ¿Por qué está bien recordar la palabra Auschwitz y hay que esquivar en cambio la palabra nigger?

Y el segundo problema es que, si el daño lo causa la propia palabra por su capacidad de evocación, montar una polémica pública en torno a ella tendría que hacer todavía muchísimo más daño que su uso puntual en una conversación privada. Es cierto que en la polémica solo se aludía a esa palabra de forma indirecta o sustituyéndola por el eufemismo the N-word, pero pensar que eso basta para desactivarla es de nuevo convertir las palabras en conjuros, cuya fuerza asoma solo cuando se pronuncian o escriben enteras.

La proporcionalidad: por último, un elemento definitorio de la justicia es la proporcionalidad, pero ¿es proporcional despedir a alguien porque, en una conversación privada, ha pedido una aclaración repitiendo una palabra que acaba de oír? No, evidentemente no lo es. Y, sin embargo, el periódico, presionado por una parte de sus lectores y empleados, consideró necesario hacerlo.

Y creo que es precisamente esa falta de proporcionalidad la que nos da la clave de lo que realmente sucede aquí: no estamos ante un acto de justicia, sino ante una demostración de fuerza.

Y es que, mientras la justicia es mejor cuanto más proporcionada sea, con las demostraciones de fuerza ocurre justo lo contrario; a mayor desproporción, mayor eficacia. Al fin y al cabo, son una flexión de músculos ejecutada para intimidar. Si yo demuestro que puedo hacer caer a alguien por un hecho relativamente nimio, y especialmente a una figura conocida, le estoy indicando a todos los demás la conveniencia de plegarse a mi causa.

Las muestras de adhesión forzadas pueden venir en muchos formatos, desde la coleta impuesta por los emperadores manchúes a los chinos («Mantén tu pelo y pierde tu cabeza, o mantén tu cabeza y pierde tu pelo») hasta la firma de juramentos de lealtad. Aquí estamos ante un ejemplo algo más sutil, porque no se trata de obligar a hacer algo, sino de obligar a dejar de hacerlo: te fuerzo a desterrar una palabra de tu vocabulario. Pero en el fondo es lo mismo, se trata de imponer un comportamiento mediante la intimidación.

Y es eso lo que hace que este tipo de cosas me produzcan un rechazo absoluto. Porque, mientras la justicia es una parte fundamental de la democracia, la intimidación no debe tener ningún lugar en ella. Si quieres defender una causa y esta es buena, seguro que tienes argumentos para hacerlo. Pero no obligues a nadie a arrodillarse.

Por qué apoyo a Ucrania

Una cuestión de valores

Imagen de Nati, via pexels.com

En las redes sociales se está librando una guerra paralela: la que mantienen aquellos que señalan los crímenes cometidos por las tropas rusas y aquellos más interesados en atribuir las conductas criminales a los ucranianos.

A mí, sin embargo, esa forma de enfocar el asunto como un conflicto entre buenos y malos, entre puros e impuros, me parece poco clarificadora, porque estoy convencido de que se van a cometer brutalidades por ambas partes y ello por dos motivos:

El primero es que la guerra tiende a insensibilizar a quienes toman parte en ella y, por tanto, a veces conduce a personas normales a cometer actos atroces.

Y el segundo es que toda guerra crea un paréntesis de caos que permite a los indeseables demostrar hasta qué punto lo son. Y no hay grupo mínimamente grande que no contenga su porción de asesinos, torturadores y violadores vocacionales.

Evidentemente, que ambas partes cometan crímenes no significa que los vayan a cometer en la misma cantidad y, en principio, parece razonable pensar que es más probable que cometa más quien ha invadido otro país que quien está defendiendo a su propia población. Pero eso es algo que, en medio de la polvareda del conflicto, es indemostrable, por lo que entrar en ese debate supone enzarzarse en una polémica estéril y darle campo de juego a los profesionales de la desinformación.

Por eso me parece más productivo poner el foco en otro aspecto. Y es que, si bien no creo que haya pueblos intrínsicamente buenos y pueblos intrínsicamente malos, sí creo que hay ideas, ideologías y programas políticos mejores y peores, y que es posible distinguir entre una sociedad en la que ha prendido una mala ideología y una que aboga por otra mejor. Y considero que, en ese plano, en el de los valores que se defienden, Ucrania sale mucho mejor parada que Rusia.

Si uno lee textos escritos por las élites rusas o atiende a lo que se propaga en los medios de su país, lo que se ve es un discurso autoritario que reivindica un pasado imperial y defiende el derecho de Rusia a imponer límites a la soberanía de los países circundantes o incluso a borrar su identidad nacional. En algunos casos se va todavía más lejos y se defiende la necesidad de «desnazificar» Ucrania mediante la ejecución sistemática de los elementos considerados irrecuperables, condenas a trabajos forzados, la imposición de la censura, el control de la educación, etc. etc. (Dejo debajo una serie de enlaces bastante ilustrativos en ese sentido).

Por su parte, Ucrania está defendiendo su soberanía y, en vez de mirar hacia el pasado, mira hacia la UE, que, con todos sus defectos, tiene unos estándares democráticos muy superiores a los de la autocracia rusa.

Por supuesto, habrá quien acuse a los ucranianos de hipocresía, de fingir esos valores democráticos cuando en realidad son unos nacionalistas filonazis. Y sí, ninguna sociedad es monolítica (tampoco la rusa) y no me cabe duda de que Ucrania tiene su porción de totalitarios. Sin embargo, cabe señalar dos cosas:

En primer lugar, que las manifestaciones del Euromaidán estallaron precisamente porque muchos ucranianos querían acercarse más a Europa occidental y estaban descontentos con la paralización de los pasos en ese sentido por parte del presidente Yanukovich y el primer ministro Azárov, quienes, alentados por Rusia, habían decidido desoír el mandato de su Parlamento.

Y, en segundo lugar, que los discursos tienen su propia fuerza, su propia capacidad de prender y ganar adeptos, con independencia de la hipocresía de algunos de los que los hayan promovido por puro oportunismo. Así pues, entre una sociedad que se ha aferrado a un discurso autoritario e imperialista y otra que promueve uno democrático, yo prefiero inclinarme por la segunda, tanto más cuando se trata del país que ha sido invadido y no del invasor.

Por eso, entre Rusia y Ucrania, mi apoyo es para Ucrania. Lo que no significa, sin embargo, que ese apoyo sea incondicional y que esté dispuesto a cerrar los ojos ante sus crímenes de guerra. Por el contrario, creo que hay que exigirle coherencia con ese discurso democrático y presionar para que demuestre su compromiso constante con los derechos humanos, precisamente porque para mí no se trata de una cuestión de banderas sino de valores.

En cambio, a Rusia, teniendo en cuenta la ideología que ha abrazado, casi prefiero pedirle incoherencia. Porque hoy por hoy parece sólidamente encarrilada en el camino del totalitarismo.

__________________________________________

Para comprobar hasta qué punto el sistema ruso es un régimen autoritario maquillado de democracia, merece la pena leer esta impresionante entrevista a Vladislav Surkov, ex vice primer ministro de la Federación Rusa y uno de los principales ideólogos del Kremlin: «Lunch with the FT – Vladislav Surkov». En ella Surkov contrapone el concepto de democracia anglosajón, en el que los comensales eligen libremente los platos del menú, con el ruso, en el que es el chef quien los elige porque sabe mejor que sus clientes lo que estos realmente quieren.

También son ilustrativas de esa querencia hacia el autoritarismo estas declaraciones de Margarita Simonián, la redactora jefe del canal internacional RT (Russia Today), en las que defiende eliminar de la Constitución rusa la prohibición de la censura.

Por su parte, este texto del propio Vladimir Putin (que ya analicé en otro artículo) nos permite ver esa añoranza de un pasado mitificado que subyace al imperialismo ruso: «On the Historical Unity of Russians and Ukrainians».

Y ya entrando en el terreno de discursos incluso más peligrosos, tenemos este artículo de Timofey Sergeytsev: «¿Qué debería hacer Rusia con Ucrania?». El texto es relevante no tanto por quien es su autor, que no forma parte del círculo más íntimo del poder, como por el hecho de que haya sido publicado por Ria Novosti, una agencia de noticias estatal rusa. Merece la pena recurrir al traductor para ver la serie de medidas que se proponen para «desnazificar» Ucrania.

Tres ejes en la guerra de Ucrania

Cuando las cosas son complicadas

Imagen de Dusan_Cvetanovic, via pixabay.com

El eje de la seguridad

Buena parte de los análisis que veo de la guerra ucraniana reducen su explicación fundamentalmente a un único eje: el de la seguridad. La invasión rusa se explicaría (aunque no necesariamente se justificaría) como una reacción frente a la expansión de la OTAN.

Si esto fuera realmente así, podría haber una solución relativamente sencilla, aunque fuese cara.

Sería sencilla, porque todo dependería de llegar a una serie de acuerdos sobre asuntos muy concretos, como la permanencia de Ucrania fuera de la alianza atlántica o el estatus legal de Crimea y los territorios del Dombás.

Y sería cara, porque supondría aceptar que un país puede interferir con la soberanía y la integridad territorial de otro. Si bien, por otra parte, eso permitiría poner fin a una guerra que también es tremendamente cara en muchos aspectos, el principal de los cuales es la continua pérdida de vidas.

El eje nacionalista

Sin embargo, hay razones para cuestionar que el conflicto se pueda explicar atendiendo a un único eje. Algunas de esas razones las podemos encontrar en este extraordinario texto de 2021 firmado por el propio Vladimir Putin1, al cual llegué a través de este artículo del secretario de defensa británico, Ben Wallace2. Como señala Wallace, aunque el escrito de Putin es bastante largo, solo le dedica a la OTAN un único párrafo. De hecho, el texto está repleto de ideas que exceden con mucho el marco de lo que sería una discusión sobre la seguridad de un Estado. A continuación voy a hacer un listado de algunas de ellas:

-Putin afirma su convencimiento de que Rusia y Ucrania forman un solo pueblo.

-Para respaldar esta idea, se remonta al siglo IX y, a partir de ahí, hace un recorrido por algunos periodos de la historia.

-También hace hincapié en cuestiones lingüísticas y religiosas.

-Acusa a los bolcheviques de haber robado a Rusia, trazando divisiones artificiales sobre su territorio.

-Asimismo, cuestiona el estatus legal de las fronteras a las que dio lugar la disolución de la URSS.

-Y hace una distinción entre los ciudadanos ucranianos y sus dirigentes políticos, a los que acusa de estar al servicio, no de la ciudadanía, sino de intereses extranjeros.

Así pues, el texto no está escrito en clave de Estados, sino de pueblos; no habla de la seguridad de las fronteras, sino de su legitimidad; no se mueve en un escenario de años o décadas, sino de siglos. En definitiva, no versa sobre cómo mantener un equilibrio geopolítico, sino sobre la materialización de una visión histórica.

Hasta qué punto esa visión es irrenunciable para Putin y sus afines es una incógnita. Pero no creo que sea una dimensión que pueda ser ignorada, ni como causa de la guerra ni como motivación para continuarla.

El eje político

Pero, incluso si obviamos las aspiraciones nacionalistas, hay otro motivo por el que Rusia tiene incentivos para seguir interfiriendo en la política ucraniana. Precisamente porque ambos países colindan y hay fuertes lazos culturales y familiares entre sus poblaciones, lo que menos le puede convenir a la autocracia rusa sería que su vecino evolucionase hacia una democracia plena. Y es que el mayor peligro de una Ucrania libre y occidentalizada no serían las bases que se pudieran instalar en ella, sino su influencia como modelo si este resultase ser próspero.

Es cierto que Ucrania estaba lejos de ser un país modélico. En el «Índice de democracia» de 2020, elaborado por la Unidad de Inteligencia de The Economist, aparecía en el puesto 79 de 167 países, su historial de respeto a los derechos humanos deja bastante que desear y su situación económica era de las peores de Europa incluso antes de la invasión. Pero el régimen ruso, tan dado a interferir en los asuntos internos de las democracias plenas, tiene todos los incentivos para intentar impedir que su vecino pueda evolucionar para convertirse en una. Lo que más le gustaría a una Rusia autocrática y nacionalista sería absorber a Ucrania, pero lo segundo que más le gustaría sería una Ucrania autocrática y satélite, al modo de Bielorrusia

Por eso, es muy dudoso que, se firmen los acuerdos que se firmen, Rusia vaya a dejar de pretender seguir metiendo mano en la política interna de su vecino, aunque sea de una forma algo más discreta que invadiéndolo con su ejército regular.

Conclusión

Sin duda, aún se podría seguir añadiendo más ejes a los que he presentado aquí. Pero creo que basta con estos para mostrar que las cosas son complicadas. Y considero que, si realmente lo que queremos es que el problema se resuelva de la forma más justa posible, lo primero que hay que hacer es reconocer esa complejidad.

Otra cosa es que la prioridad de algunos sea encajar los hechos en un relato político concreto, como tantas veces ocurre. En ese caso sí, en ese caso lo más razonable es reducirlo todo a un único eje, el que a cada uno más le convenga.

__________________________________________

1 PUTIN, V. 2021, «On the Historical Unity of Russians and Ukranians». (Desde hace unas semanas, a la página del Kremlin le cuesta cargar y a veces hay que insistir para acceder.)

2 Artículo al cual llegué a su vez a través de este tuit de @iguardans

Democracia e ingenuidad

Una crítica a la opinión pública

Ravensburg street art (cortesía de Wikimedia Commons, via snappygoat.com)

Uno de los peligros para la democracia, al ser un régimen en el que es fundamental la opinión pública, es la proliferación del pensamiento mágico. Y una de las formas en las que se manifiesta dicho pensamiento mágico es en esa ingenuidad de quienes se dejan deslumbrar por el brillo de las palabras hasta el punto de perder de vista su conexión con la realidad. Es gente que cree que para solucionar los problemas del mundo basta con abrazarse a expresiones como ecológico, justo, igualdad, autodeterminación, renovable, integración, etc., pero sin molestarse en intentar comprender todos los matices, complejidades, costos y contradicciones que acompañan a esos términos cuando se baja al mundo de lo real.

Y sí ya habíamos visto esa ingenuidad en otros terrenos, la invasión de Ucrania nos ha ofrecido la oportunidad de verla entrar en acción al hablar de la guerra.

Así, hay gente que parece pensar que, para acabar con ella, basta con decir no a las armas y sí a la diplomacia, y que repetir «La guerra no es el camino» a modo de conjuro va a ser suficiente para que todo el mundo vuelva a sus cabales.

Sin embargo, yo creo que las cosas son un poco más complicadas y aquí voy a señalar algunos de los motivos por los que pienso así.

Armas y negociación

En primer lugar, es una ingenuidad presentar la negociación y las armas como si fueran los dos elementos de una disyuntiva. Por el contrario, tener fuerza es un requisito previo para poder negociar. En una guerra, a quien tiene las manos desnudas no se le permite ni sentarse a la mesa.

Y sí, es cierto que hay otras formas de fuerza aparte de las armas, como pueden ser la fuerza moral o las presiones económicas. Pero, ante un autócrata sin escrúpulos, la fuerza moral sirve de bien poco y, por su parte, las sanciones económicas necesitan un tiempo para ser efectivas, de forma que a veces las armas son el único medio para ganar ese tiempo. Porque, como bien demuestra el ejemplo de Afganistán, una vez que te han conquistado es fácil que tus derechos desaparezcan de los titulares y del debate público.

Las ofertas de paz

Otra expresión que suena atractiva es oferta de paz, pero, de nuevo, conviene no ser ingenuo con respecto a ella. Por desgracia, a veces el primer interesado en que una oferta de paz no se acepte es el que la formula. Por eso, estas a menudo contienen letra pequeña, ya que su verdadero objetivo es poder presentar a la otra parte como la responsable de la continuación de la lucha o ir desplazando los marcos de referencia de cara al futuro.

Así pues, es necesario saber que, por bonita que nos pueda sonar la palabra diplomacia, la manipulación –ya sea del contrario, de los aliados o de la opinión pública– es uno de sus instrumentos favoritos. De hecho, muchos de los diplomáticos más exitosos de la historia no lo fueron por la bondad de sus corazones, sino por su capacidad para engañar a amigos y enemigos.

Las demandas de Rusia

Demandas es otro término con el que se está tropezando, porque hay gente que parece no poder o no querer distinguir entre demandas insatisfechas y demandas legítimas. Así, parecen no darse cuenta de que el hecho de que Rusia tenga aspiraciones insatisfechas no significa que esas aspiraciones sean más válidas que las de otras naciones que han recuperado recientemente su soberanía, o que el recurso a la violencia esté de alguna forma justificado.

Que conste que yo, en política, milito en el campo de los pragmáticos. Soy de los que piensan que ser un fanático de los principios es peligroso. Y me parece razonable analizar los errores que hayan podido cometer los países occidentales. Pero eso no me lleva a confundir lo que son factores o explicaciones con lo que son justificaciones.

En cambio, me parece que hay gente que, dependiendo del tema del que se trate y de los protagonistas implicados, se desliza del plano de los principios al de la Realpolitik como si no hubiera ninguna diferencia entre ambos. Sin embargo, por mucho que el comportamiento de Rusia pueda ser explicable, no es justificable; a no ser, claro está, que estemos dispuestos a aceptar la lógica imperialista como moralmente válida.

El heroísmo

Otra cosa que nos suele deslumbrar son las historias heroicas. Pero es necesario tener cuidado con el heroísmo de sofá, el que se realiza a través de otros.  Aunque hay un lugar para el heroísmo en la guerra, la realidad más habitual de la misma es el sufrimiento de millones de personas que no han elegido ser héroes. Sencillamente, han quedado atrapadas en algo que los sobrepasa, en un conflicto que, además, no tiene una solución fácil, porque todas las posibles salidas van a tener un precio en vidas y en derechos.

Por eso, otra de las tentaciones que tenemos que evitar es la de convertir a esas personas en peones de nuestras batallitas políticas favoritas. Si hay un momento para recordar el principio kantiano de ver a la humanidad como un fin y no como un medio, es ahora.

Conclusión

¿Adónde quiero llegar con todo esto? ¿Estoy defendiendo alguna política concreta con respecto a la invasión de Ucrania? Desde luego que no, y sería una irresponsabilidad por mi parte hacerlo. No tengo los conocimientos necesarios para pronunciarme sobre un tema tan complejo. Creo que las cuestiones geopolíticas no se deben resolver ni en un blog ni en Twitter, sino varios niveles más arriba. Y, por eso, el propósito de este artículo no es defender ninguna estrategia.

El propósito, como ya dije al principio, es hacer una crítica de la opinión pública. Porque, si bien creo que la libertad de la opinión pública es una de las fortalezas de la democracia, también creo que a veces puede ser una de sus debilidades. Y es que la opinión pública es bienintencionada, pero también puede ser superficial, inconstante, maniquea y fácilmente manipulable. En otras palabras: a veces peca de infantil. Y eso es algo que deberíamos intentar corregir entre todos, porque cuanto más adulta y sensata sea la opinión pública, mejores podrán ser las decisiones de los Gobiernos que se apoyan en ella.

Además, creo que tenemos la obligación de esforzarnos especialmente en este caso, porque es muy posible que la política de la UE en materia energética haya contribuido a envalentonar a Putin y que nuestro exceso de ingenuidad se esté pagando ahora mismo con sangre.

Putin y los políticos españoles

Análisis de dos votaciones en el Parlamento Europeo

Vladimir Putin (Cortesía de Wikimedia Commons

En política es difícil seguirles el rastro a las amistades, las enemistades y las herencias. De hecho, hay casos en que las contradicciones alcanzan niveles olímpicos, posiblemente porque a menudo a la coherencia ideológica se le impone otra muy diferente: la del oportunismo. Para verlo, basta con recordar las extrañas colaboraciones que mantuvieron nazis y soviéticos durante la década de 1930, o cómo algunos siniestros personajes que acabaron siendo perseguidos sin piedad por los E.E. U.U. (Manuel Antonio Noriega, Osama Bin-Laden o Sadam Hussein, por ejemplo) habían sido unos años antes aliados a los que se apoyaba, entrenaba y financiaba.

 ¿Y qué pasa con Putin? Ahora, menos algunos recalcitrantes, casi todo el espectro político español reniega de él. La izquierda lo empuja hacia la extrema derecha. La derecha hacia el comunismo. Muchos parecen optar ahora por el «Si te vi, no me acuerdo». Pero ¿cuál es la verdad?

Como prefiero las metas modestas y abarcables, no voy a entrar a examinar aquí la ideología de Putin (por mucho que me parezca un tema fascinante), ni voy a pretender siquiera hacer un examen exhaustivo de todo lo que han dicho nuestros políticos sobre él. Simplemente, siguiendo la ruta que señalaba este tuit que vi citado por @Silvi_ta, voy a examinar algo tan concreto y tangible como son los votos de nuestros europarlamentarios en dos ocasiones distintas, dos ocasiones que me parecen particularmente relevantes tanto por el contenido como por las fechas.

Reconozco que eso ofrece tan solo una visión limitada de algo mucho más complejo, pero, con todo, me parece que es una visión significativa y digna de tener en cuenta. Creo, además, que es justo darle más importancia al compromiso concreto que suponen los votos frente a lo que es la retórica, siempre más cambiante y ambigua.

Mayo de 2015

Para situarnos en contexto, hay que recordar que en 2014, aprovechando las turbulencias en Ucrania, Rusia se anexionó la península de Crimea.

Es a raíz de esos acontecimientos que, el 11 de mayo de 2015, la Comisión de Asuntos Exteriores del Parlamento Europeo aprobó esta propuesta de resolución sobre el «Estado de las relaciones UE y Rusia»,  en la que se criticaba la política de Rusia en toda una larga serie de aspectos, desde su actitud frente a la comunidad LGBTI hasta la persecución de opositores, pasando por esa anexión ilegal.

En esta página, donde los miembros de la Comisión explican la motivación de sus votos, podemos comprobar la postura de los eurodiputados españoles:

Votaron a favor de la resolución los representantes socialistas, los populares, la representante de UPyD y los tres representantes de Coalición por Europa (de los cuales uno era de Convergència Democràtica de Catalunya, otro de Unió Democràtica de Catalunya y otra del PNV),

Y votaron en contra los representantes de Podemos y los representantes de la coalición Izquierda Plural, (tres de Izquierda Unida y una de Esquerra Unida del País Valenciá).

Pablo Iglesias explicó así su voto:

Hemos votado en contra de este informe sobre las relaciones entre la Unión Europea y Rusia, ya que no hace ninguna evaluación crítica de la actual política de la UE. Además, representa un paso adelante en la escalada del conflicto entre la UE y Rusia, posibilitando el desarrollo de una política de confrontación con este país. El informe en su totalidad no busca una resolución pacífica del conflicto, sino que más bien ahonda en la tensión existente entre Rusia y la UE. Los que estamos a favor de una Europa que aboga por la resolución de los conflictos mediante el diálogo y la búsqueda constante de la paz no podemos aceptar este informe.

Y Marina Albiol (Esquerra Unida del País Valenciá) lo hizo así:

Rusia es el principal vecino de la Unión Europea, uno de sus principales socios comerciales —especialmente en lo referente a las necesidades energéticas— y un país con el que todos los países de la Unión Europea han compartido estrechamente una parte de la historia. Por ello, considero que las relaciones entre la UE y Rusia deben ser tratadas con el máximo cuidado y una gran responsabilidad.

En el texto sometido a votación, sin embargo, me he encontrado con un vocabulario desproporcionado y plagado de condenas. Pero, sobre todo, se observa un doble rasero difícil de digerir por cualquier persona que conozca someramente la historia de Europa en los últimos veinticinco años.

He votado en contra de este informe ya que, de acuerdo con el texto aprobado, Rusia no debe seguir siendo un socio estratégico para la Unión Europea, lo cual es especialmente preocupante teniendo en cuenta los intereses comunes existentes.

Sin embargo, tras su paso por la Comisión, la resolución fue también aprobada por el pleno del Parlamento el día 10 de junio, con 494 votos a favor, 135 en contra y 69 abstenciones.

Febrero de 2022

En fecha mucho más cercana, el día 16 de febrero de 2022, el pleno del Europarlamento aprobaba asimismo la concesión de una ayuda macrofinanciera a Ucrania. Para quien quiera refrescar la memoria con respecto a cuál era la situación en ese momento y hasta qué punto ya se alargaba la sombra de Rusia sobre su vecino, puede ser útil leer esta noticia de la BBC del día 12.

¿Y cuál fue la postura de nuestros europarlamentarios en cuanto a brindar ayuda financiera a Ucrania? Pues en las páginas 12 y 13 de este documento podemos verlo. Salvo error, esto es lo que ocurrió:

Votaron a favor de la ayuda los eurodiputados de ERC, Vox, PP, Psoe, PNV, Catalunya en Comú y Cs, así como dos de los tres diputados de Junts Per Catalunya:  Toni Comín y Clara Ponsatí.

Votaron en contra los de Izquierda Unida, así como el anticapitalista Urbán Crespo.

Y se abstuvieron las representantes de Podemos y el de EH Bildu, así como Carles Puigdemont (Junts per Catalunya).

Conclusiones

¿Cómo interpretar estos votos?

Cada uno deberá sacar sus propias conclusiones, pero, personalmente, encuentro bastante incoherente que personas y partidos que ahora denuncian el imperialismo oligárquico de Putin y su cercanía a la ultraderecha , o que reclaman firmeza y unidad en la respuesta europea, fuesen tan reacios a apoyar la resolución de 2015 o la ayuda financiera a Ucrania hace unas semanas. No creo que se pueda decir que es Putin el que ha cambiado radicalmente y que el Putin de ahora es muy distinto en ideología y en métodos al de 2014. Es el mismo. Por eso me chirría que quienes a menudo se muestran tan beligerantes con otros autoritarismos lo hayan sido bastante menos con este.

En cualquier caso, como he dicho, la visión que nos dan estos votos es necesariamente limitada y por eso agradecería que quien pueda aportar otros datos significativos lo haga en los comentarios.

Transparencia y filtraciones

Sobre la necesidad de iluminar de forma uniforme

Antelope Canyon (cortesía de pickupimage.com)

¿Es bueno que salgan a la luz datos sobre una contratación pública en la que está implicado un familiar de un político?

En principio parece que la respuesta debería ser un rotundo «Sí», pero yo soy reacio a pronunciarme tan apresuradamente porque considero que es fundamental tener también en cuenta el cómo. Creo que eso es bueno si ocurre como consecuencia del funcionamiento eficaz y sistemático de unos mecanismos de transparencia y si después los medios van a aplicar al caso la misma vara de medir que a otros del mismo tipo. Pero, en cambio, no creo que sea tan bueno si esos datos afloran como consecuencia de una filtración selectiva y si los medios informan sobre ello de forma parcial o incluso decididamente sectaria.

Lo primero nos da poder a los ciudadanos y nos permite ejercer una labor de control sobre nuestros representantes. Lo segundo, en cambio, le da el poder a quienes tienen la capacidad de marcar la agenda; es decir, de guiar la opinión pública al abrevadero que más les conviene a ellos.

Lo primero les dice a los políticos que su labor está sujeta a supervisión.

Lo segundo, en cambio, les indica que lo que les conviene es meter mano tanto en organismos supuestamente independientes, para poder controlar las filtraciones, como en los medios de comunicación, para poder marcar qué noticias hay que inflar y cuáles desinflar.

Estos comportamientos perversos se ven favorecidos, además, por las dinámicas de nuestro debate público. No tenemos un número limitado de escándalos que se examinan en profundidad, llevándolos hasta sus últimas consecuencias. Lo que tenemos es una riada que no cesa. Por eso, normalmente la estrategia más rentable para los políticos afectados no es asumir sus responsabilidades, sino aguantar el chaparrón mientras esperan a que el siguiente escándalo entierre el suyo. Al fin y al cabo, saben que los seres humanos, por mucho que podamos tener buena memoria en otras esferas, solemos tenerla bastante mala cuando ejercemos como votantes.

¿Y qué es lo que deberíamos hacer los ciudadanos, entonces, ante esto?

Lo primero sería ser mucho más exigentes en lo que se refiere al funcionamiento de los mecanismos de transparencia. Deberíamos mostrarnos implacables con los políticos y partidos que pretendan reducir transparencia a una palabra que se mete en los discursos porque suena bien, pero que en la práctica se vacía de contenido mediante todo tipo de triquiñuelas.

Lo segundo sería ser críticos con aquellos medios que muestren asimetrías a la hora de tratar los posibles escándalos.

Y lo tercero sería procurar nosotros mismos ser menos olvidadizos y superficiales. Juzgar menos, pero juzgar mejor.

¿Lo vamos a hacer? Seguramente no. Ni lo hemos hecho hasta ahora, ni hay motivo para pensar que vayamos a empezar a hacerlo ahora. Y es que, por mucho que nos guste desgañitarnos denunciando la manipulación, a la hora de la verdad transigimos de buena gana con ella cuando quienes nos manipulan son los nuestros. Al fin y al cabo, los nuestros son los buenos. ¿O acaso no?

Gregorio Peces-Barba, la Constitución y el CGPJ

El testimonio de uno de los «padres de la Constitución»

Felipe González junto al presidente del Congreso, Peces-Barba, y el presidente del Senado, De Carvajal, en 1982 (Ministerio de la Presidencia, via Wikipedia Commons)

Una de las cuestiones que me han interesado en los últimos años es la de si quienes redactaron la Constitución del 78 tenían en mente que doce de los veinte vocales del Consejo General del Poder Judicial fuesen elegidos no solo entre los jueces y magistrados, sino también por los jueces y magistrados.

Para averiguarlo, dediqué tiempo a rebuscar en las hemerotecas digitales y los distintos testimonios1 que fui encontrando parecían indicar que, efectivamente, esa era la idea original. Sin embargo, había quienes me contradecían y me aseguraban haber oído otros testimonios en sentido contrario

Así pues, continué la búsqueda, y la siguiente etapa en ese viaje ha sido un libro escrito por Gregorio Peces-Barba en el que narra su experiencia como representante del Psoe en la Ponencia Constitucional2. El libro, que es muy interesante, contiene varios párrafos que afectan a esta cuestión. Así pues, los voy a reproducir aquí, aunque, para mayor claridad, los voy a situar en la cronología del proceso constitucional y los voy a complementar con una intervención del propio Peces-Barba en la Comisión Constitucional.

Primera fase de la Ponencia: agosto de 1977 – enero de 1978

En agosto de 1977 se constituyó una ponencia integrada por siete miembros, los conocidos como «padres de la constitución», cuya misión era elaborar un anteproyecto. Estas reuniones tenían carácter reservado.

Según el testimonio de Peces-Barba, la postura inicial de los representantes de la UCD en la Ponencia era que todo lo referente a la composición del CGPJ se estableciese en una Ley Orgánica posterior. Sin embargo, los otros cuatro ponentes discrepaban, y por eso, cuando el día 5 de enero de 1978 se publicó el informe de la Ponencia en el Boletín Oficial de las Cortes, este tenía la siguiente redacción en lo que se refiere a la composición del Consejo:

«doce de ellos a propuesta y en representación de las distintas categorías de las carreras judiciales y ocho a propuesta del Congreso de los Diputados, entre juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio de su profesión…»

Al respecto, Peces-Barba comenta:

«No era mi texto ideal, pero me pareció mejor su constitucionalización que dejarlo todo a la Ley Orgánica como pretendía UCD. Para poder alcanzar ese objetivo y obtener mayoría en la ponencia, era necesario convencer a Fraga, y eso exigió reconocer que los doce en representación de las distintas categorías de las carreras judiciales lo fueran también a propuesta de éstas. Era constitucionalizar el corporativismo, y yo tenía ya la idea, que al menos Solé Tura compartía claramente y creo, aunque no estoy seguro que Roca también de rectificar esa situación. Todavía quedaban muchos trámites y me propuse utilizarlos para desconstitucionalizar el colegio electoral que propondría a los doce de entre jueces y magistrados, dejándolo, en este caso sí, a la Ley Orgánica».

Tras la publicación del informe, en enero del 78, se abrió un plazo de veinte días para que los partidos pudiesen presentar enmiendas, y en febrero la Ponencia volvió a reunirse a fin de redactar un informe aceptando o rechazando dichas enmiendas.

Segunda fase de la ponencia: febrero – abril de 1978

En esta segunda fase se reabrió el debate sobre la composición y el mecanismo de elección del CGPJ, y lo que narra Peces-Barba al respecto es lo siguiente:

«El texto del anteproyecto establecía que doce de los veinte miembros que lo componían eran nombrados a propuesta y en representación de las distintas categorías de las carreras judiciales, es decir, por los jueces y entre los jueces. Por el contrario, el texto aprobado en el informe de ponencia, que reduce el número de miembros del Consejo de veinte a quince, suprime la determinación de quién elige a los diez, que lo son entre jueces y magistrados, remitiendo la forma y el órgano elector a la ley orgánica, (…)».

«Se llegó esa fórmula, por no aceptar la enmienda 436 del grupo socialista que invertía la proposición, manteniendo el número de veinte miembros, reservando doce para los juristas de reconocida competencia y ocho para los jueces y magistrados. Sin embargo, nuestra enmienda sí mantenía la constitucionalización de los órganos electores en ambos casos».

«Como es sabido, este tema después de la Ley Orgánica 6/85 de 1 de julio del Poder Judicial, ha suscitado mucha polémica, porque en ella se establece la elección parlamentaria por el Congreso y el Senado, también de los doce miembros del Consejo General del Poder Judicial, elegidos entre jueces y magistrados. El informe de la ponencia que comentamos empezó a hacer viable esta opción, al desconstitucionalizar el colegio electoral de los vocales a elegir entre jueces y magistrados, pero creo que esta vía libre constitucional que aquí se inicia, se vio impulsada por la torpeza y la pretensión de dominio absoluto de sectores de la magistratura que no querían reconocer el derecho a la representación de las minorías».

El día 17 de abril se publicó en el BOC el texto del Proyecto Constitucional. La siguiente fase serían las reuniones de la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas, en las cuales intervinieron ya todos los grupos parlamentarios y a las que pudieron asistir los medios de comunicación.

Reuniones de la Comisión Constitucional: 5 de mayo a 10 de junio de 1978

En su libro, Peces-Barba solo recoge su intervención en la primera sesión, pero en el Boletín Oficial de las Cortes podemos encontrar otra intervención suya, de fecha ocho de junio, en la que se refiere al CGPJ 3:

«Únicamente para explicar que, en definitiva, la enmienda del Grupo Parlamentario Socialista supone el aumento del número de miembros del Consejo General del Poder Judicial de 15 a 20. Respetando las proporciones establecidas, se aumentan dos en el primero de los grupos, pasando de 10 a 12, y se aumentan tres en el segundo grupo, pasando de cinco a ocho; ampliando -volviendo a la idea del 5 de enero- que los 12 elegidos por (la negrita es mía) jueces y magistrados lo sean en las diversas categorías judiciales en los términos que establezca la ley, (…)».

«Entendemos que con la introducción de la frase “entre las diversas categorías judiciales” supone que va a abrirse el Colegio Electoral -ésa es, al menos, la interpretación de los socialistas- a todos los miembros, jueces y magistrados, y que también serán elegibles todos los jueces y magistrados y no necesariamente, como podía ser con una cierta interpretación conservadora que se sostiene, según nuestras noticias, en algunas altas cúpulas de la Magistratura, precisamente entre esas altas cúpulas».

En las siguientes fases de la tramitación del Proyecto hasta su aprobación en los plenos del Congreso y del Senado no he sido de capaz encontrar ninguna otra alusión relevante.

Conclusiones

La intervención de Peces-Barba en la Comisión Constitucional parece contradecir lo que dice en el libro, puesto que da la impresión de que en esa fecha aún mantenía la idea de que los representantes de procedencia judicial en el CGPJ tendrían que ser elegidos no solo entre los jueces y magistrados, sino también por ellos.

Ahora bien, teniendo en cuenta que la política es a menudo una partida de póquer en la que uno no exhibe necesariamente todas sus cartas, yo le daría solo una importancia relativa a lo que dijo en esa intervención. Al fin y al cabo, es cierto que el texto constitucional recoge explícitamente cómo deben elegirse ocho de los vocales, pero no los otros doce, y que los consensos se construyen a menudo sobre las ambigüedades. Así pues, yo, al menos, no me siento justificado para rechazar la idea de que esa omisión fuese intencionada. El testimonio que Peces-Barba da en su libro es el que es, y hay que admitir la posibilidad de que quienes redactaron la Constitución no quisieran comprometerse con un mecanismo de elección concreto.

Eso, por supuesto, no significa que haya que aceptar el actual. A mí me parece nefasto, creo que está contribuyendo a la degradación de nuestra democracia y que hay argumentos muy sólidos para criticarlo, sobre uno de los cuales tengo intención de insistir próximamente. Pero, por mucho que me gustase poder sumar a esos argumentos el de que los padres de la Constitución tenían en mente otro sistema, ya no me siento justificado para hacerlo. Considero que la carga de la prueba recae en quien afirma que el texto constitucional dice más de lo que dice, y me parece que en este caso hay dudas. Así pues, retiro esa arma del arsenal.

Fiat veritas, et pereat mundus.

_________________________________________

1 Véase, por ejemplo, esta entrevista a otro de los ponentes de la Constitución, José Pedro Pérez Llorca.

2 Peces-Barba, Gregorio (1988). La elaboración de la Constitución de 1978. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.

3 Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas, 8 de junio de 1978. Página 3112.

Periodismo «satisfyer»

Cuando no se trata de informar, sino de complacer

(Imagen de Spiritze, via pixabay)

¿Qué es informar?

Empecemos con tres ejemplos sencillos:

1- Madrid es la capital de España.

2- Reikiavik está en la costa este de Islandia.

3- Toda Siberia tiene una población inferior a la de España.

De estas tres frases, la primera no nos informa de nada, porque nos dice algo que ya sabemos, la segunda nos desinforma, porque nos dice algo falso, y solo la tercera tiene la capacidad de informarnos en la medida en que nos comunique algo que no sabíamos (mis disculpas a quienes ya conocían el dato).

Así pues, solo aquello o aquellos que nos dicen algo verdadero que desconocíamos nos están informando. Ahora bien, ¿cuánto nos informan? Pues eso ira en proporción a dos cosas: a lo relevante que sea esa información y a lo mucho que modifique nuestra visión previa. Por eso se puede decir que Einstein es una de las personas que más ha informado a la humanidad, porque sus descubrimientos han transformado radicalmente nuestra concepción de algunos aspectos básicos de nuestra experiencia, tales como el espacio y el tiempo, con consecuencias enormemente relevantes en multitud de campos.

¿Y qué pasa con los periodistas? Solemos usar como sinónimo de periodista la palabra informador, por lo que, en principio, parece que deberíamos valorar a un periodista en función de lo mucho que cumpla los tres requisitos que he señalado: que lo que diga sea cierto, que sea relevante para nosotros y que cambie nuestra visión del mundo.

Y hay casos en que es así. Todos tenemos temas en los que somos curiosos y en los que nos gusta que nos sorprendan con información nueva. Puede ser la astronomía, la arqueología, la física o, como en mi caso, la paleoantropología; campos en los que vivimos el cambio de nuestra visión previa como un aprender y por eso, en cierta manera, sentimos que valemos más después de haber adquirido la nueva información.

Pero, desgraciadamente, eso no es lo que ocurre en todos los asuntos. Un buen ejemplo es la política. En ese tema es frecuente que no reaccionemos con gusto cuando desafían nuestras ideas más asentadas. Para comprobarlo, basta con echar un vistazo a lo que sucede cuando un medio publica un artículo que choca con la ideología de sus lectores: estos no suelen reaccionar dando las gracias. Por el contrario, es habitual que muchos de ellos amenacen con darse de baja como socios.

Y es que en algunos temas no vemos la información que desafía nuestra visión como una oportunidad de aprender, sino como un no darnos la razón. Son cuestiones en las que nos hemos comprometido, invirtiendo tiempo y emociones, y que incluso sentimos ligadas a nuestra identidad. Por eso, aquello que nos diga que estamos equivocados no nos hace sentir que valemos más, sino que valemos menos. Así pues, en esos temas, más que información lo que realmente deseamos es confirmación, y ese anhelo es tan fuerte que a menudo se lleva por delante el requerimiento de verdad. Nos contentamos con que se nos diga algo que tenga la suficiente apariencia de verdad como para poder creerlo.

Y donde hay un mercado y una demanda, hay proveedores dispuestos a satisfacerla. Por eso, junto a los periodistas que hacen honor a esa denominación de informadores, hay otros que se dedican a ejercer de confirmadores. Su objetivo no es cambiar nuestra visión del mundo, sino reafirmarla; por lo tanto, no se enfrentan a nuestros prejuicios, sino que se dedican a complacerlos sistemáticamente. Es el periodismo satisfyer.

Una crítica a un artículo de Elisa Beni

Sobre los jueces y su derecho al anonimato en la red

Fotografía de Jaroslav Devia en Unsplash

Cuando se lee un artículo de opinión, se puede estar en desacuerdo tanto con las conclusiones que defiende el autor como con la forma con que las argumenta. Lo primero no es necesariamente malo. De hecho, cuando el tema es complejo, resulta interesante leer artículos que sostengan de forma bien razonada posturas distintas a la tuya. Desgraciadamente, eso no es lo que me ha ocurrido con este artículo de Elisa Beni. No solo no estoy de acuerdo con las conclusiones a las que llega, sino que no me satisface la forma en que está argumentado. A continuación voy a señalar algunos de los motivos.

Generalizaciones injustificadas

Para empezar, en mi opinión la autora incurre en una serie de generalizaciones difíciles de justificar.

Así, tras dividir a los jueces en dos «tipos», los que participan en las redes sociales «a cara descubierta» y los que lo hacen de forma anónima, atribuye en bloque a los segundos determinadas actitudes e intenciones, como cuando afirma que se reclaman jueces «para tener más seguidores», que «se emboscan en algo que llaman seudónimo», algo «que no les gustaría que llamáramos “alias”», etc. Pero la pregunta es obvia: ¿cómo conoce Elisa Beni las motivaciones, intenciones y gustos de todos ellos?, ¿en qué se basa para atribuirles esas actitudes de forma indiscriminada?

En segundo lugar, presenta como «paradigmático» un caso concreto, el del juez Carlos Antonio Vegas. No voy a entrar aquí a discutir las particularidades de ese caso, pero sí voy a señalar una cosa: cuando se dice de algo que es paradigmático, lo que se suele indicar es que es un ejemplo representativo o típico de una clase, y el caso del juez Carlos Antonio Vegas no lo es.

Evidentemente, uno puede defender la necesidad de tomar medidas basándose en un caso concreto, pero también es evidente que las justificaciones necesarias para defender determinadas medidas no son las mismas cuando hablamos de algo singular que cuando hablamos de lo general.

La cuestión de la imparcialidad

Al hablar de la imparcialidad de los jueces es importante distinguir cuatro cosas distintas que se solapan y por eso a menudo se confunden.

En primer lugar, está lo que podríamos llamar la imparcialidad ideal, que es la que se puede dar, por ejemplo, cuando un juez tiene que resolver un problema de lindes entre dos vecinos, Juan y Pedro, sin que haya ningún motivo para que se sienta más identificado ni con Juan ni con Pedro.

Desgraciadamente, hay muchos otros casos, como por ejemplo los procesos que afectan a un político o a un tema con evidente carga política, en que esa imparcialidad ideal es imposible. Los jueces, como todo hijo de vecino, tienen ideología. No queda entonces sino confiar en su imparcialidad profesional, es decir, en su capacidad para decidir por criterios exclusivamente profesionales y mantener sus sesgos a raya.

En tercer lugar, está la apariencia de imparcialidad del juez que tiene que resolver un caso concreto. Ahora bien, es importante subrayar que la apariencia de imparcialidad y la imparcialidad son cosas distintas. Un juez que ha manifestado públicamente sus opiniones puede, a la hora de la verdad, ser más profesional e imparcial que otro que se las ha guardado para sí.

Y por último está la imagen de neutralidad del Poder Judicial. Se suele considerar que es bueno que los jueces como conjunto mantengan una apariencia de neutralidad política.

Teniendo todo esto en cuenta, pasemos ahora a examinar algunos de los argumentos de Elisa Beni.

Para empezar, al referirse al caso de Carlos Antonio Vega, Elisa Beni se pregunta qué «hubiera pasado si no se hubiese desvelado» la identidad de este juez, impidiendo así que «un juez cuya apariencia de imparcialidad no existe» hubiera visto una causa que afectaba a Pilar Rahola.

Ese es un razonamiento paradójico, porque precisamente la apariencia de imparcialidad de Carlos Antonio Vega se destruyó cuando se desveló su identidad en Twitter. Lo que preserva la apariencia de imparcialidad de un juez que va a resolver un caso concreto es que no se conozcan sus opiniones; por lo tanto, difícilmente se puede esgrimir la necesidad de proteger la apariencia de imparcialidad como argumento para pretender acabar con el anonimato.

Así pues, lo que estaría en juego no es la apariencia de imparcialidad, sino, en todo caso, la posible parcialidad de un juez que tiene unas determinadas posturas políticas. Ahora bien, evidentemente, eso no es un problema solo en lo que respecta a aquellos jueces que son activos en las redes sociales. Un juez que solo expresa sus opiniones políticas en la intimidad o incluso a la hora de votar también podría ser parcial. La pregunta entonces es: cuando hay un juicio que afecta a una persona conocida por su filiación política, ¿debería esta tener derecho a conocer la ideología de los jueces que van a resolver sobre su caso? Si fuese así, lo tendría que tener también con respecto a aquellos que no se han manifestado nunca en las redes sociales. Y, si no lo tiene, entonces ese no es un argumento para acabar con el anonimato en las mismas.¹

Pasemos entonces a la cuestión de la imagen de neutralidad del Poder Judicial. Elisa Beni afirma que hay jueces que no tolerarían críticas anónimas de políticos, pero que pretenden que los suyos puedan «criticar o vejar a Belarra o al lucero del alba o ensalzar y loar a Santiago Abascal».

Con respecto a esto, en primer lugar hay que señalar que el problema no es, de nuevo, el anonimato en sí, sino si es admisible que los miembros de un Poder critiquen a otro o que los jueces expresen opiniones políticas. Si no lo es, creo que esas conductas podrían ser investigadas, perseguidas u objeto de reproche sin necesidad de privar del derecho de anonimato a todo el colectivo.

Pero, por otra parte, he de decir que, por mucho que soy partidario de cierta moderación a la hora de expresarse en el debate público, y especialmente cuando quienes lo hacen son titulares de alguno de los Poderes del Estado, yo nunca he visto esa necesidad de mantener una apariencia de neutralidad política por parte de los miembros de la Judicatura. Y ello por dos motivos:

En primer lugar, porque creo que una sociedad adulta no debería refugiarse en esa ficción infantil de que los jueces no tienen ideología, sino aceptar que la tienen y que lo que cabe exigirles es una buena imparcialidad profesional. Eso permitiría poner el foco donde realmente tiene que estar: en la forma en que se puede conseguir esa imparcialidad —de cada uno de los jueces, por una parte, y del conjunto de la Judicatura, por otra— y en los mecanismos de  los que se tiene que dotar el sistema para corregirse cuando esta falle. 2

Pero, en segundo lugar, por una cuestión de coherencia. En estos momentos es perfectamente legal que un juez abandone temporalmente la carrera, se presente por las listas de un partido, sea diputado o incluso ministro, y luego se reincorpore al ejercicio profesional. ¿De verdad pensamos que afecta más a la imagen de neutralidad de la Judicatura el que un juez alabe públicamente a un político que el que él mismo pueda ejercer de político durante unos años?

Donde sí que creo que tiene algo de razón Elisa Beni es al señalar el posible peligro de que un juez que opina anónimamente pueda acabar interviniendo en un caso que afecta a alguien con quien ha mantenido un enfrentamiento personal en las redes. No es algo que vaya a ocurrir con frecuencia, pero puede suceder y por eso no estaría de más un debate sobre cómo se puede resolver esa cuestión. Aunque lo que sí que no creo es que para eso sea necesaria una medida tan radical como privar del derecho al anonimato a todo el colectivo, ni comparto tampoco la imagen tan agresiva de los jueces que proyecta el artículo de Elisa Beni. Cada uno tiene su visión y la mía es bien distinta.

La asimetría de poder

En otra parte del artículo, la autora denuncia el poder que los jueces disfrutan sobre los periodistas, de forma que «Si un periodista con seudónimo pisa alguna línea de la ley, ellos (los jueces) pueden desvelar su identidad».

Bueno, solo faltaría. Solo faltaría que, si un periodista «pisa» la ley, un juzgado no pudiese requerir que se le identificase. Pero, que yo sepa, lo mismo puede ocurrir con cualquier otro colectivo, incluyendo a los propios jueces. Se podrán criticar los abusos concretos de ese poder, pero ¿qué es lo que se está pidiendo aquí exactamente? ¿que, puesto que los jueces pueden pedir en determinados casos que se identifique a alguien, ningún juez debería poder escribir nunca bajo seudónimo? ¿Cómo se llega de una cosa a la otra?

El tono

Finalmente, tampoco me ha gustado el tono con que está escrito el artículo. Siempre prefiero aquellos textos que sacan la fuerza de la solidez de los razonamientos más que de la contundencia de la expresión. Y aquí, a mi juicio, se abusa de las etiquetas, etiquetas en las que inevitablemente van empaquetados juicios de valor.

Ya nada más empezar nos encontramos con una disquisición bastante absurda sobre si lo que los jueces anónimos usan son «seudónimos» o «alias». Para la autora lo «semánticamente más apropiado» es «alias». Pero ¿por qué? No lo explica y, al fin y al cabo, lo que esos jueces escriben son textos. Un tuit, aunque sea breve, es un texto.  Además, algunos de esos mismos jueces escriben artículos. ¿Por qué entonces lo apropiado es alias y no seudónimos?

Y junto a ese «alias», hay toda una lista bastante extensa de otras expresiones cargadas de connotaciones negativas: así, los jueces se «emboscan», son «jueces enmascarados», hay una «cohorte de pelotas que suele rondarles», los jueces quieren «el poder de macarrear» y de «juzgar a sus hostigados en redes», «se creen muy avispados», pero «no existe una raza de súper hombres y mujeres».

Y, frente a esos jueces emboscados y macarras, están «los que vamos a cara descubierta y con la decencia», por una «Cuestión de valentía y coherencia».

Todo eso es muy sonoro, pero lo que faltan son los razonamientos que justifiquen esa atribución de epítetos. Sin ellos, lo único que queda es un reparto de papeles de buenos y malos más propio de un relato que de un análisis.

Y ojo, no estoy diciendo que no haya argumentos para defender que sería mejor que todos (y no solo los jueces) opinásemos en redes con nuestro nombre y apellidos; por supuesto que los hay (así como también los hay para defender lo contrario). Pero lo que estoy diciendo es que esos argumentos no están bien representados en este artículo, con lo cual este no hace más aportación al debate que dejar clara la postura de la autora.

_________________________________________

1 El pasado día 5, @JudgeTheZipper publicó un artículo en el que señalaba esta misma idea: «Los peligros para la imparcialidad de los jueces no vienen sólo de su participación en esta red social, y limitarnos a ella sería injusto con aquellos ciudadanos en cuyos partidos judiciales los jueces no usan Twitter, pero que pueden tener la inquietud de saber si deben o no recusar a su juez». (No es, por lo demás, la única coincidencia de opinión entre su artículo y el mío).

2 No deja de ser curioso recordar que, durante la redacción de la Constitución, quienes más defendieron la necesidad de preservar la apariencia de neutralidad e imparcialidad de la Judicatura fueron los representantes de la derecha, mientras que los representantes de la izquierda defendían incluso que los jueces pudiesen militar en partidos políticos. Entonces se consideraba que ese afán por preservar una imagen de imparcialidad se correspondía con una ideología fundamentalmente conservadora (véase Los jueces y la política, de José Luis Brey Blanco).