España 2050

Lo mío no es rechazo, sino escepticismo

Foto: Pool Moncloa/ Borja Puig de la Bellacasa, 20 de mayo de 2021

En principio, no me parece mala idea esbozar una estrategia de país a largo plazo, por mucho que soy consciente de los límites de la futurología. Eisenhower citaba a veces una pieza de sabiduría militar: que los planes son inútiles, pero que planificar es indispensable. Y es cierto: uno está mejor preparado para afrontar lo que no sabe que va a suceder si al menos ha intentado prepararse para aquello que cree que va a suceder.

Evidentemente, una buena idea no sirve de nada si no se ejecuta bien, y eso es algo a lo que habrá que estar atentos. Pero ahora no es ni de la idea en sí ni de su ejecución de lo que me interesa hablar, sino de un tercer aspecto, que creo que también merece un análisis crítico, y es el hecho de que, incluso cuando un proyecto es bueno y se ejecuta bien, puede haber factores externos al mismo que desvirtúen completamente su utilidad. Por decirlo gráficamente, podemos diseñar un estupendo motor de coche y construirlo con mimo, pero de poco va a servir todo ese esfuerzo si el automóvil en el que lo ponemos no tiene ruedas.

Y es esa posible falta de ruedas la que me preocupa en este caso. Anticiparse a los desafíos futuros es útil si se cumple una premisa: la de que, cuando vemos un problema y conocemos la solución, vamos a aplicar dicha solución. Y, desgraciadamente, creo que hay buenos motivos para desconfiar de que seamos capaces de cumplir esa premisa con respecto al futuro por la sencilla razón de que a menudo no estamos siendo capaces de cumplirla con respecto al presente. Es decir, muchas veces no tenemos tanto un problema de diagnóstico o de prescripción como de ejecución. Somos esos pacientes que tienen la receta del medicamento en el bolsillo, pero que ni lo compran ni lo toman.

Ahora mismo hay fallos clamorosos en nuestros sistemas de incentivos que hacen que a menudo quienes están en situación de solucionar los problemas no tengan ningún interés en hacerlo. Sucede en muchos campos distintos, sucede continuamente, y a menudo sucede ante los ojos de todos durante décadas.

Por eso, mi actitud ante una iniciativa como la de «España 2050» no es tanto de rechazo como de escepticismo. Tengo serias dudas sobre la capacidad de resolver problemas futuros en un país donde el Tribunal Constitucional sigue a día de hoy sin resolver un recurso de 2010. Tampoco ayuda el hecho de que la primera vez que oí quejarse a un alumno de que había profesores de universidad que imponían como libro de texto su propio manual, a menudo malo, fuese a finales de los setenta, y que a mí me haya pasado exactamente lo mismo más de cuatro décadas después. Décadas son también las que llevamos asistiendo al triste espectáculo del uso sectario de los medios de comunicación públicos. Y tampoco sirve para alimentar mi confianza que el mismo Gobierno que presenta a bombo y platillo «España 2050» mantenga en la presidencia del CIS a alguien que está destruyendo completamente el prestigio de dicha institución pública y que, con sus cambios de método, está rompiendo las series de datos que deberían servirle a los investigadores en el futuro. Etcétera, etcétera, etcétera.

E insisto, planificar a largo plazo no me parece solo conveniente sino incluso imprescindible, pero creo que todos los planes que elaboremos corren el riesgo de ser inútiles si no conseguimos que el proceso básico de diagnóstico + prescripción + ejecución funcione como una rutina bien engrasada.

En definitiva, creo que no deberíamos olvidar que la primera estrategia y la más eficaz para mejorar el futuro es arreglar lo que no funciona en el presente. Y eso es algo que ahora mismo no estamos consiguiendo.

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